«Mujeres de Libros» II: Curso de Literatura Feminista (Virtual)

Me complace anunciar la segunda edición del curso virtual de literatura feminista «Mujeres de Libros».

Al igual que en la primera edición, en cada sesión mensual, que se celebrará vía Zoom el último miércoles de cada mes, analizaremos una novela española de autoría femenina desde una perspectiva teórica feminista, tomando además en cuenta su contexto sociohistórico y sociocultural, para lo cual se proporcionará bibliografía secundaria a las participantes inscritas.

La primera sesión, el 29 de septiembre, estará dedicada a La Tribuna (1883) de Emilia Pardo Bazán, en parte como homenaje a esta gran intelectual feminista en el centenario de su muerte, pero sobre todo por tratarse de la primera novela proletaria publicada en España.

El precio por cada sesión es de 15 euros, pero sólo 100 euros si se matriculan para el curso completo.

Inscripción: jcruzf77@hotmail.com.

Pueden consultar el programa completo en: https://jcruzservicioslinguisticos.com/mujeres-de-libros-ii/

¡Espero verlas por allí! 😊

Escribir autoficción: ¿Moda, narcisismo o necesidad?

La autoficción, ese género a medio camino entre la novela y la autobiografía (o viceversa), está bastante minusvalorado… especialmente cuando lo cultivan mujeres. Abundan los artículos que lo definen como moda (como muestra aleatoria, dos de 2018: aquí y aquí) y hay uno más reciente que, aunque habla en términos elogiosos de la última novela de la escritora francesa Delphine de Vigan, aprovecha para mencionar las insuficiencias del género, atribuyendo su ejercicio a la «egolatría» o la «falta de ideas fértiles».

Yo diría que, en realidad, lo que está de moda es el término autoficción. Acuñado en 1977 por el escritor francés Serge Doubrovsky y teorizado desde los años 90 como una manifestación más de las escrituras del yo (junto con autobiografías, memorias y diarios), su uso se popularizó en la última década y ahora está hasta en la sopa. Y es que la autoficción siempre ha existido: es lo que antes se denominaba novela autobiográfica o, menos frecuentemente, autobiografía novelada.

Evidentemente, yo sólo puedo hablar por mí, pero, habiendo terminado por fin mi propia «autoficción», que se publicará próximamente, puedo decir que su escritura no estuvo motivada ni por falta de ideas ni por narcisismo (salvo que autorretratarse como un «guiñapo» pueda considerarse como tal).


🟣 ¿Por qué la escribí?

Cuando «me escapé» por fin de «los tres años oscuros» que recreo en la novela, decidí volver a escribir. (Mi primera novela, Gajos de naranjas, se publicó a finales de 2014, unos meses antes de «tirar toda mi vida a la basura» por una decisión precipitada e irreflexiva, y desde entonces ni me había planteado volver a escribir.) Mi primera idea fue convertir en novela un guión de largometraje que escribí allá por 2009 y que creo que merece mejor suerte que la de languidecer en un cajón. Lo releí y comencé a tomar notas para reconvertirlo. Sin embargo, mientras lo hacía, bullía por mi cabeza el deseo ―la necesidadde contar esos tres años, que, aunque carentes de sucesos y dramas «espectaculares», me parecían literaturizables por estar temporal y ―sobre todo― espacialmente acotados (¿qué mayor acotación que una isla?). Me devanaba los sesos intentando atribuirle «mi historia» a algún personaje secundario y llegó un punto en que eso era lo único que me interesaba del proyecto… Y no tanto por contarla, sino porque necesitaba entender mi Gran Error (siempre lo pienso en gordas mayúsculas), para tal vez así dejar de autoflagelarme, y el proceso de la escritura me pareció el mejor modo de hacerlo (una especie de autoterapia). Después se me ocurrió también que podía ser un modo de rentabilizar (no hablo, por supuesto, en términos económicos) esos tres años absolutamente desperdiciados de mi vida, al extraerles algo de valor (una creación literaria)… aunque sólo fuera a posteriori.

Con todo esto quiero decir que la escritura se me impuso, movida por resortes no deliberativos, del tipo «Como no se me ocurre ningún tema, hablaré de mí, que ya me conozco» (en realidad, una de las cosas que descubrí en el proceso fue que no me conocía en absoluto).

🟣 Dificultad y dolor

De nuevo, sólo puedo hablar por mí, pero esta novela es lo más difícil que he escrito en mi vida (incluida mi tesis doctoral). Infinitamente más difícil que la primera, cuando carecía de experiencia (hasta entonces sólo había escrito relatos) y confianza en mí misma como escritora «creativa».

Por lo que se refiere al aspecto estrictamente «escriturario», ya hablé un poco sobre ello en una entrada anterior, donde establecía analogías entre la autoficción y el guión adaptado. En ambos casos existe un «texto» previo al que, aun modificándolo, es preciso ser «fiel»: en el primer caso, el corsé es el texto de origen; en el segundo, la realidad vivida. Cierto que la autoficción permite un margen más amplio de «invención» que la autobiografía pura, puesto que no es preciso respetar el «pacto de veracidad» que Philippe Lejeune considera básico para esta última, junto con la identidad autora = narradora = protagonista (bueno, él lo dice en masculino, bien sûr), pero, al igual que ocurre con las adaptaciones literarias al cine, existen personajes y episodios insoslayables. No cabe, por tanto, el recurso que ofrece la ficción pura de simplemente reescribir o eliminar aquellos capítulos o pasajes que «no funcionan».

Sin embargo, para mí la verdadera dificultad fue de orden psicológico. Para escribir, tenía primero que recordar (hechos en su mayoría dolorosos) y luego (intentar) entender. Hubo episodios que me vi incapaz de escribir «en directo», por lo que los narré «en diferido», mediante flashbacks o dentro de las cartas que escribe la protagonista a otro personaje. Hubo un capítulo que mantuve en barbecho más de seis meses, incapaz de encontrarle forma porque transcurría entero dentro de mi cabeza. Y lo más curioso es que los bloqueos no surgían necesariamente en los episodios más oscuros: por ejemplo, me costó mucho más contar un pequeño accidente doméstico que un intento de suicidio. ¡Los caminos del trauma son inescrutables!

🟣 Cero disfrute

Para mí, escribir siempre ha sido un disfrute, ya se trate de relatos, artículos académicos o entradas de blog. Disfruté intensamente el guión de largometraje que mencioné arriba y, por supuesto, también mi anterior novela. Supongo que con ésta habré tenido momentos de desánimo o bloqueo con algún episodio o capítulo en concreto, pero el único serio que recuerdo fue con los dos últimos capítulos, pese a que los tenía diseñados en mi cabeza… ¿El motivo? Sencillamente, no quería terminarla y confrontar el trabajo más pesado de corregir-corregir-corregir. Pero incluso las múltiples correcciones las disfrutaba a tope.

Con la nueva, me ha ocurrido todo lo contrario. Creo que disfruté al principio, cuando empecé, de manera tanteante, a escribir episodios o estados de ánimo sueltos, quizá por sentir que conservaba la capacidad de expresión verbal que, como tantas otras cosas, creía perdida, y por tener al fin, tras varios años de marasmo, un proyecto vital. Pero, una vez que me puse a la tarea de escribir de manera (más o menos) lineal, capítulo por capítulo, el disfrute se desvaneció. Con el primer borrador, muchos episodios me dejaban llorando a mares; con los subsiguientes (han sido cinco ―sí, cinco― borradores) me deprimía siempre al revisar los capítulos V-VIII (sin lo narrado en el capítulo VI, los demás no habrían existido… y la novela tampoco). Disfrutaba al releer ciertos pasajes, o incluso capítulos, que me salieron muy bien a la primera; o al encontrar una solución para algún problema de estructura o enfoque; o al hallar alguna metáfora «ocurrente». Poco más. Tanto así, que en mi caso, más que un ejercicio de narcisismo, éste podría describirse como un ejercicio de masoquismo. Y, al contrario que con la anterior, con cada borrador lo único que anhelaba era llegar al final.

El último borrador fue verdaderamente penoso. Había calculado que lo terminaría en «unos días» (se trataba de un ultimísimo pulimiento de estilo), pero tuve la «brillante» idea de, tras corregir cada capítulo sobre el papel, grabarlo y reescucharlo (esto ya lo había hecho en algún borrador anterior)… Me llevó casi tres semanas, que pasé con un estrés descomunal y un mal humor que no me embargaba desde que dejé de hacer traducciones técnicas a destajo para agencias. Y la misma tarde en que le puse punto final me dio un «jamacuco psicosomático» calcadito a los que tenía constantemente en aquella época… supongo que como reacción a lo que fue una sobredosis de malos recuerdos.


🟣 La autoficción: ¿Un género «tramposo»?

Más allá del debate sobre el valor literario de la autoficción, existe otro dentro del marco de las escrituras del yo: hasta qué punto se trata de un género «tramposo», en la medida en que la autora se expone, se desnuda… ma non troppo o, al menos, non del todo, ya que la ambigüedad entre realidad y ficción no otorga ninguna certeza a las lectoras. Laura Freixas, autora de diarios (el último, recién publicado, Saber quién soy) y una excelente autobiografía, A mí no me iba a pasar (2019), lo plantea así:

Desnudarse implica arriesgarse, hacerse vulnerable, renunciar a la ficción como escudo. [… C]aminar por un alambre a un metro del suelo es tan difícil, sin duda, como hacerlo a cien metros del suelo. Sin embargo, tanto para quien camina como para quien mira (tanto para quien escribe como para quien lee […]), que el alambre esté a cien metros (que el libro confiese ser autobiográfico) convierte el mismo ejercicio en algo mucho más emocionante.

Laura Freixas, «La altura del alambre» (Actúa: La Revista Trimestral de los Artistas 62 [enero-junio 2020], pp. 4-5).

En mi caso particular, si opté por la autoficción, y no la autobiografía pura, no fue sólo por pudor. Cierto que hay cosas de mi vida ―y de ese período― que no quiero/puedo contar, pero ya sabemos que silenciar no es lo mismo que mentir; es decir que podría habérmelas callado y seguir tan campante… respetando incluso el mencionado «pacto de veracidad» (ahora que lo pienso, ¿alguien cree en serio que las autobiografías de personajes de la clase política son veraces?). Mis motivos fueron fundamentalmente dos, uno psicológico y otro ético:

🌐 Motivo psicológico: Crear distancia

De hecho, empecé a escribir la novela con un protagonista masculino y una narradora equisciente en tercera persona. La trama de esos tres años era básicamente la misma, pero adaptada a un personaje, no sólo de sexo opuesto, sino con una biografía distinta a la mía. Con la narradora de tercera persona llegué hasta casi la mitad del primer borrador, cuando concluí que «todo eso» sólo podía narrarse en primera. Con el protagonista masculino, llegué hasta poco después de la mitad, cuando concluí que la trama no funcionaba porque su pasado no podía «explicar» mis reacciones.

Así pues, tuve que sentarme a reescribirlo todo, aunque manteniendo el componente novelado. Sin embargo, no considero haber «malgastado» ese tiempo. Creo que al principio no estaba preparada emocionalmente para escribir desde mí, ni siquiera ante mí misma. Y, cuando finalmente me lancé, me ayudó el hecho de que la protagonista no tenga mi nombre, porque ello me permitió un distanciamiento (cuando visualizo los sucesos, «me veo» desde fuera) que no me habría permitido una Jacqueline. Me dirán que ahora, ya terminada, podría reemplazar su nombre con el mío, pero sospecho que algo chirriaría (aparte de que el nombre ficticio me dio mucho juego).

🌐 Motivo ético: Los personajes secundarios

Uno de los temas fundamentales de la novela son las relaciones interpersonales (familiares, de amistad y sexo-amorosas), por lo que está plagada de personajes secundarios (siete recurrentes y otros esporádicos). Y bien: yo tengo todo el derecho del mundo a desnudar mi vida (o cierta parte) ante el público, pero no tengo derecho a desnudar la de otras personas. Tenía, pues, que ficcionarlas también a ellas, cambiándoles el nombre, la profesión y otros detalles. Serán reconocibles para sí mismas y para quienes me conozcan tanto a mí como a ellas, pero para nadie más. De todos modos, precisamente porque pueden ser reconocidas, los personajes me han quedado bastante planos: no sólo no puedo contar sus «intimidades», sino tampoco inventarles otras, porque esas (pocas) personas que las reconozcan podrían pensar que son ciertas («Vaya, vaya, no sabía yo que Fulanit@…»).


🟣 ¿Y en resumen…?

En resumen… Pese al dolor y los traumas, e independientemente de que se venda o no, de que guste o no al público, me alegro de haberla escrito. Logré dos de mis propósitos iniciales: exorcizar, al vomitarla, esa horrible experiencia y entender muchas de mis motivaciones e impulsos. Lo que no logré ―ni creo que lo logre nunca― fue perdonarme el tantísimo daño que me autoinfligí.

Lo que la mala literatura enseña: A propósito de la última novela de María Oruña

A quienes aspiran a dedicarse al oficio de la escritura se les suele recomendar que lean mucho… y que lean buena literatura, empezando con los clásicos (y las pocas clásicas que están en el canon). Ello, por supuesto, es fundamental. Sin embargo, habiendo dedicado toda mi vida a la lectura, el análisis crítico y la enseñanza de «buena» literatura, canónica o no, en esta etapa de mi carrera (¿se la puede llamar carrera, con sólo una novela publicada y otra a punto de?) de escritora, me está siendo de mucha más utilidad leer «mala literatura» (o, dicho con palabras más amables, «literatura fallida»), en la medida en que me está enseñando qué errores intentar evitar en la mía propia. (Resulta una obviedad señalar que, para poder reconocer la «mala literatura», es preciso haber leído antes mucha de la «buena».)

Quizá tenga que ver con el punto en que me encuentro. A falta de unos últimos retoques para publicar la novela en la que estuve trabajando casi dos años (y que lleva ahora varios meses en reposo), me fijo mucho en ciertos recursos narrativos que tienen que ver con los míos. Por ejemplo, yo «meto» mucha ideología en mis novelas y me preocupan el exceso de «discursitos», como el que critiqué en Más que cuerpos de Susana Martín Gijón (con cuya ideología concuerdo), y la inserción de mensajes ideológicos «con calzador», como hace Carmen Mola en La Nena (cuyo mensaje no comparto). En el caso de la última novela de María Oruña, Lo que la marea esconde (Destino, 2021), que me ha chocado por su ínfima calidad, me he centrado en aspectos más «artesanales».

🌐 Quienes siguen este blog deben de pensar que sólo leo literatura policíaca y veo seríes ídem. Y no: ésas son sólo mi literatura y mi cine «de evasión» nocturna. Si les dedico entradas aquí, es porque las obras literarias y cinematográficas que me impactan positivamente me suscitan el deseo de escribir artículos o reseñas académicas, e incluso estas últimas requieren mucho trabajo, porque exigen, como mínimo, una segunda lectura. (De hecho, para la única reseña de ese tipo que he colgado aquí, la de la Temporada 1 de O sabor das margaridas, me aseguré de ver la serie dos veces.) 🌐

No voy a analizar la novela en su conjunto y sus errores de calado. Leí las otras tres novelas de la saga (¿por qué ahora todo el mundo escribe sagas?) hace ya unos años y no las recuerdo tan pobres (¿ven?, si ésta fuese una reseña académica, tendría que haberlas releído para comparar): me parecieron sencillitas, como de principiante, pero tuve la impresión de que iban mejorando con cada entrega. Claro que entonces yo no tenía mi propia novela entre manos… Sólo diré que la trama policíaca me parece «simpática» pero carente de interés (un homenaje explícito a Agatha Christie) y que la subtrama emocional «no me ha llegado», creo que porque le falta profundización psicológica en la protagonista, la teniente de la Guardia Civil Valentina Redondo. Aparte, la mujer asesinada, Judith Pombo, es tan mala-malísima que raya en lo inverosímil y no entiendo por qué la narradora hiper-mega-omnisciente (no, no es una redundancia: las buenas narradoras omniscientes no se «meten en la cabeza» de todos y cada uno de los personajes, sino sólo de los más relevantes) introduce las historias/recuerdos de las y los sospechosos con textos en negrita encabezados por el nombre correspondiente (¿no habría resultado más fluido dedicarles capítulos individuales?). Aquí van, pues, los aspectos que arriba llamé artesanales.

🟣 Información incorporada «de cualquier manera»:

«[…] los del SEMAR y los del SECRIM dicen […] ―refutó Caruso, aludiendo al Servicio de Criminalística» (pág. 22).

«[…] el SIGO ―intervino el cabo […], aludiendo al Sistema Integral de Gestión Operativa» (pág. 33).

«[…] en el SIS ―ordenó, refiriéndose al Sistema de Información Schengen» (pág. 36).

«[…] hablaremos con Lorenzo ―añadió, aludiendo a Lorenzo Salvador, el jefe del equipo del SECRIM» (pág. 40).

«[…] también pasamos el luminol […] ―añadió Salvador, aludiendo al compuesto químico que podía detectar evidencias de sangre aun cuando esta se hubiera intentado eliminar» (pág. 46).

«[…] a la flor o a la brisca ―añadió como una broma, aludiendo a simples juegos de cartas» (pág. 58).

María Oruña, Lo que la marea esconde. Barcelona: Destino, 2021. (Los subrayados son míos.)

Tras leer estas citas, acumuladas en pocas páginas (hay más, pero me cansé de copiar), me horroricé. Mi novela contiene mucha información (en mi caso, no de datos objetivos, sino del pasado de la protagonista) y me he devanado los sesos para insertarla de manera dosificada y sin que chirriase. No sé si lo he conseguido, pero lo que está claro es que nunca se me habrían ocurrido recursos del tipo «aludiendo al hotel donde nos veíamos» o «refiriéndome a la médica que me destrozó la vida», que resultan forzados precisamente por la falta de esfuerzo que denotan.

Cierto que los acrónimos deben explicitarse y, cuando surgen entre personajes que conocen su significado, sería impostado incluirlos dentro del diálogo. (Y, por cierto, ¿por qué, en la primera cita, explica qué es el SECRIM y no el SEMAR?) Sin embargo, hay otros modos de hacerlo. Uno es el recurso a notas al pie (es bastante común en las novelas policíacas francesas, pues tanto su policía como su gendarmería tienen una casi infinita cantidad de acrónimos). El otro es obviarlos en su momento y, más adelante, permitir que la narradora los explicite. En cuanto a la explicación de quién es Lorenzo, unas páginas después alude a (empieza a pegárseme) «Lorenzo Salvador, jefe del SECRIM» (pág. 46); por tanto, era innecesaria la aclaración anterior. Y, respecto al luminol, ¿puede haber alguna lectora aficionada al género que no sepa lo que es? Me temo que no. ¿Y los «simples juegos de cartas«? No conozco el de «la flor», pero el de la brisca es bastante conocido. Y esto me lleva a la siguiente sección.

🟣 Información innecesaria por obvia y que menosprecia al público lector:

«―¿La Copa Davis?

Valentina no ocultó su sorpresa; no era ninguna experta en tenis pero incluso ella conocía aquel torneo, que era la competición de tenis por equipos más grande del mundo» (pág. 60).

«Ni siquiera sabía qué era el ranking ATP al que había aludido el exjugador, que en realidad se refería al posicionamiento de los jugadores en la lista de la Asociación de Tenistas Profesionales, que se actualizaba casi cincuenta veces al año» (pág. 60; los dos últimos subrayados son míos).

«―¿Qué? Pero si las FARC ya no están operativas ―se extrañó el sargento, que sabía que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia habían firmado un acuerdo de paz con su gobierno en 2016» (pág. 144).

Ya mencioné en el apartado anterior que me parece innecesario explicar qué es el luminol o la brisca. Lo mismo opino de estas tres citas. Yo no sigo el tenis, pero sé (como al parecer lo sabe Valentina) que la Copa Davis se juega por equipos y, aunque no sé cómo se mide, también sé lo que es el ranking de la ATP… aunque sólo sea por la infinidad de veces en que Rafa Nadal, ese orgullo «patrio» (léase con ironía), ha sido número uno. En todo caso, el ex-jugador aludido en la segunda cita explica luego en detalle los intereses económicos detrás de la Copa Davis (esta explicación sí me pareció interesante), con lo cual queda claro que se juega por equipos… y ahí podría haber aprovechado para «meter» también la explicación del ranking. Respecto a las FARC, me parecen también innecesarios tantos detalles. Habría bastado con un «¿Pero no se habían disuelto?» dentro del diálogo, sin la larga acotación en plan clase de historia.

Si me molestan estas explicaciones «masticaditas», es porque opino que menosprecian al público lector, asumiéndolo como totalmente inculto y falto de curiosidad. Personalmente, yo prefiero asumir una lectora medianamente culta que, si no conoce alguna de mis alusiones (no voy a poder quitarme esta palabra de la cabeza en todo el día), hará el esfuerzo de informarse al respecto. Por ejemplo, en mi actual novela hablo de las elecciones «fallidas» del 20-D (de 2015), sin entrar en explicaciones de quién y por qué. Si alguien de fuera de España, o de dentro o fuera cuando hayan pasado unos años, no está al tanto o ha olvidado los detalles (al fin y al cabo, desde entonces hubo otras elecciones fallidas, las del 28 de abril de 2019) y le interesa conocerlos (tampoco son fundamentales para la trama), puede acudir a San Google o a la Wikipedia, como hago yo cuando deseo más información sobre un tema aludido en una novela.

🟣 Repeticiones cansinas y tópicas referidas a la subtrama emocional:

«[…] tras el inevitable drama que había tenido que afrontar hacía solo unos meses» (pág. 34).

«[…] antes de que hubiese sucedido la tragedia de la que nadie se atrevía a hablarle» (pág. 37).

«Porque ¿es posible evitar una tragedia? Cuando le sucedió a Valentina […]» (pág. 49).

Hay más pasajes de este cariz, que, paradójicamente, minimizan el drama o tragedia: de hecho, cuando por fin se nos explica lo sucedido, parece menos dramático/trágico de lo que se nos había dado a entender. Aparte, cada vez que aparece un nuevo personaje, la narradora se siente obligada a señalar que dicho personaje percibe «la nueva dureza» (pág. 137) que Valentina expresa desde el referido drama/tragedia. En este caso, lo que se rompe es la máxima del «Show, not tell«.

🟣 Repeticiones de contenido:

«Los despachos de los forenses se encontraban en el mismo edificio donde se ubicaban los juzgados […], pero las autopsias se realizaban en una planta baja del Hospital Universitario Marqués de Valdecilla de Santander» (pág. 26).

«La sala donde practicaban las autopsias se encontraba en el Hospital Universitario Marqués de Valdecilla, pero el despacho de [la forense] Clara Múgica se hallaba fuera del complejo […,] en un despacho del mismo edificio donde se hallaban la mayor parte de los juzgados de Santander» (pág. 229).

Al leer el segundo pasaje, tuve la sensación de déjà-vu y volví atrás para comprobar que eso ya lo había leído. Se me ocurre que debe de ser un gazapo (todo lo anterior ha dejado claro que la novela no pasó por una corrección de estilo [sí ortotipográfica, puesto que no detecté erratas ni errores]), aunque también me surge la duda de que se trate de un nuevo menosprecio hacia la lectora… por si ha olvidado dónde se ubican los despachos y las salas de autopsia (aunque en realidad poco importa a efectos de la trama).

🟣 Otros detallitos:

Éstos, lamentablemente, están muy extendidos y no son exclusivos de Oruña:

Utilizar el masculino referido a una mujer (en este caso la protagonista): «¿acaso era ella médico?»; «una depresión […] con frecuencia era el resultado de […] una distorsión sobre uno mismo«; «¿cómo asimilar […] tanto dolor, cuando uno se sabe responsable?» (págs. 165; 167; 167; los subrayados son míos).

Referirse al personaje de Margarita Rodríguez, y varias veces, y desde la narradora omnisciente, como solterona: ¡¿en serio alguien utiliza todavía esa palabra, o contempla ese concepto, en pleno 2021?!

Referirse al personaje de Pablo Ramos, que es tetrapléjico, y varias veces, como paralítico. Mucho me temo que, al contrario que solterona, este vocablo denigrante sigue utilizándose… y más en esta última época de creciente abandono de, y discriminación contra, las personas con una discapacidad. Pero una escritora debería ser un poco más cuidadosa en su uso del lenguaje… Dicho esto, debo, sin embargo, celebrar que haya incluido a un personaje con una discapacidad que, no sólo es autónomo, sino tenista paralímpico con un alto puesto en el ranking. Aunque Oruña sólo lo haya hecho porque convenía a la trama, es de agradecer esa visibilidad positiva.

«La función Delta» de Rosa Montero en «Mujeres de Libros»

Me complace anunciar que en la próxima (y, sniffff, última… por ahora) sesión del curso online “Mujeres de Libros” analizaremos La función Delta (1981) de Rosa Montero, una excelente novela que combina el análisis de la situación de las mujeres en el primer posfranquismo con la desoladora visión de un futuro mundo distópico.

Inscripción: jcruzf77@hotmail.com. (15 € por esta sesión)

Programa completo del curso: https://jcruzservicioslinguisticos.com/mujeres-de-libros/

«La voz dormida» de Dulce Chacón en «Mujeres de Libros»

Me complace anunciar que en la próxima sesión del curso online “Mujeres de Libros” analizaremos La voz dormida (2002) de Dulce Chacón, una novela imprescindible para la recuperación de la memoria histórica de las mujeres durante la guerra civil y el franquismo.

Inscripción: jcruzf77@hotmail.com. (15 € por esta sesión; 20 € por las dos sesiones restantes)

Programa completo del curso: https://jcruzservicioslinguisticos.com/mujeres-de-libros/

«O sabor das margaridas» (T1): Un alegato demoledor contra el sistema prostituyente

🌐 Preámbulo: Empecé a escribir esta entrada hace unas semanas, después de rever (sí, yo reveo películas y series del mismo modo que releo libros) la Temporada 1 y antes de ver la recién estrenada Temporada 2. La decepción con ésta fue tan grande que llegué a dudar de mi valoración de la primera y decidí no terminar mi análisis. Sin embargo, tras leer este breve artículo de BarbiJaputa que ensalza la serie, y que concuerda con mi opinión de que «el corte abolicionista es claro«, he cambiado de idea. Eso sí: limitándome a la T1, pues, al contrario que a ella, la T2 me parece absolutamente fallida a todos los niveles: el guión resulta inverosímil desde el principio (a excepción del hecho, nada sorprendente, de que los puteros importantes desenmascarados al final de la T1 hayan quedado impunes), las interpretaciones ―por ello mismo― son mediocres, hay sobreabundancia de paisajes espectaculares que no aportan nada al conjunto e incluso detecto cierta recreación en la misma violencia que se propone denunciar. 🌐

En entradas anteriores he analizado obras literarias y audiovisuales, todas casualmente de género policíaco, en las que el mensaje ideológico estaba, bien «metido con calzador» (La Nena de Carmen Mola), bien demasiado «discurseado» (Más que cuerpos de Susana Martín Gijón), o bien presentado de manera contraproducente (la serie brasileña Bom dia, Verônica). Hoy, en cambio, quiero hablar de una serie gallega, O sabor das margaridas, dirigida por Miguel Conde, en cuya primera temporada (2018) el «mensaje» ideológico abolicionista se presenta sin chirridos y sin fisuras. (Intentaré ilustrarlo sin destriparla del todo.)

O sabor das margaridas contiene todos los ingredientes propios de una buena serie policíaca: diversos sospechosos (masculino literal, pues las desaparecidas/asesinadas son mujeres jóvenes), pistas falsas, vueltas de tuerca y sorpresas de última hora, todo muy bien dosificado, con algunas estupendas interpretaciones y escenarios sencillos típicos de un pequeño pueblo gallego. Llama también la atención que los personajes principales son bastante «redondos», sin el maniqueísmo («buenos y malos») que tanto abunda en este género.

El argumento no resulta en principio demasiado original: Rosa Vargas, una teniente de la Guardia Civil de A Coruña llega al pequeño pueblo de Murías para investigar la desaparición de una joven, Marta Labrada, y pronto descubrirá que al menos once mujeres han sido asesinadas en los últimos diez años, así como la relación de algunas de ellas con el puticlub Pétalos. Y esto da pie a un análisis demoledor del sistema prostituyente en su conjunto.

En una serie donde «nada es lo que parece», lo único que sí es lo que parece es la explotación que sufren las mujeres prostituidas, tanto las que son víctimas de trata como las que (oficialmente) no lo son. Al contrario que en otras series o películas donde se retrata la prostitución, ésta no es glamurizada en ningún momento. El final del primer episodio da la impresión de que irá por ese derrotero, cuando vemos una habitación decorada al estilo puticlub, pero limpia y ordenada, y a una joven muy sensual. Sin embargo, el hecho de que el putero (me niego a llamarlo cliente) que le asignan sea un tipo muy «raro» (sólo quiere «mirar», dice, y tiene pinta de psicópata) y la luz rojiza que ilumina la secuencia desmontan esa primera impresión. Y, en episodios posteriores, cada vez que la vemos, en silencio total ante este tipo (marido y padre de familia siempre pulcramente vestido con traje y corbata), se halla temblando literalmente de miedo, pues él le venda los ojos y le recorre el cuerpo, casi sin tocarlo, con un cuchillo. Estas escenas (a una por episodio) son heladoras, sobre todo por el contraste entre la elegancia hierática de la mujer (no llegamos a saber su nombre) y la mirada y los gestos pervertidos del putero.

De hecho, percibimos una dualidad similar desde los títulos de crédito, que muestran, entre objetos del mundo policial, imágenes desdobladas de fragmentos de cuerpos femeninos en poses sensuales y objetos fetiche de los puteros (como unos altísimos zapatos rojos con lentejuelas), todas ellas atravesadas por unas cuerdas rojas (las mismas utilizadas por Rosa para esquematizar la investigación en una pared de la comisaría) que metaforizan claramente el encarcelamiento físico y psicológico al que se hallan sometidas las mujeres.

En las escenas que se desarrollan en el salón-bar vemos a las mujeres prostituidas en plan sexy, por supuesto, pero su conducta no verbal y sus gestos y comentarios cuando no están a la vista del proxeneta, Vidal, expresan todo lo contrario. Llegamos a conocer un poco de la vida de algunas de ellas: Samanta, que ya sólo se encarga del bar, pero en determinado momento se ve obligada a dejarse violar (no hay otra palabra) por dos niñatos que se burlan porque mantiene una relación «amorosa» con un hombre del pueblo, Xabier; Vivi, una mujer de aspecto aniñado que «vive», valga la paradójica redundancia, con miedo perpetuo y sale llorando de todos sus encuentros con uno de los puteros; y sobre todo Pamela (interpretada por una espléndida Nerea Barros), que se hace pasar por mexicana porque a los puteros les gustan «exóticas», pero es gallega y se llama Ana. En Pamela/Ana (otra dualidad) vemos la transformación física entre el objeto que «seduce» para ser violado (amarga paradoja) y su cuerpo y rostro reales. En el puticlub lleva una peluca pelirroja y es guapa y sensual; cuando está fuera, en cambio, lleva el pelo (negro) despeinado y parece más vieja. Su doble rostro/cuerpo queda también patente en una escena en la que el proxeneta le pide «un servicio»: de pie frente a él o sentada en sus rodillas (él está en una silla de ruedas), se contonea y susurra de manera «lasciva», pero cada vez que se da la vuelta su rostro expresa un profundo terror.

Sin embargo, como ella misma confiesa, no puede escapar de esa vida. Su desolación es tal que, al final de uno de sus encuentros con Rosa (en los que ésta finge ser una «clienta» lesbiana) para intercambiar información, le pregunta si quiere sexo. «No. No es lo mío», le responde Rosa. «Tampoco es lo mío», dice Ana, «pero me parece que lo pasaríamos bien. Y eso no es algo habitual por aquí» (episodio 4; cito por los subtítulos en castellano, porque, habiendo estudiado formalmente portugués, mi dominio del gallego escrito es limitado). Esto sugiere que su trato con los puteros es tan enajenante que, cuando por una vez se siente valorada y capaz de ayudar a alguien, su primer impulso es ofrecer lo único que posee: su cuerpo. (Más tarde veremos que ofrecerá más, mucho más.)

Sin embargo, otras mujeres prostituidas están en una situación todavía peor: las que son llevadas, traficadas y/o menores («Los clientes pagan muy bien por estrenarlas», dice Ana), a las fiestas que «celebran» personalidades importantes, unas fiestas salvajes (sexo en grupo, violaciones simuladas, sadomaso, etc.) en las que en más de una ocasión ha muerto alguna (sólo en la T2 se desvelará exactamente cómo se desarrollan). Pero, ojo, contrariamente a lo que dirían algunos, las del puticlub tampoco están protegidas, pues dos de ellas son asesinadas a lo largo de la trama.

Sólo hay una mujer que ejerce la prostitución «libremente» (libre de la trata y del puticlub), por así decir: Marta Labrada. Sin embargo, no lo hace, como querrían hacernos creer los ―y, lamentablemente, las, que también las hay― «regulacionistas», como un simple «trabajo» análogo al que ya tiene en la gasolinera del pueblo, sino porque confía en que, con el chantaje que les hace a los puteros, podrá sacar a su hermano de la cárcel. Pero de nuevo: el hecho de que la «desaparezcan» no se debe a que vaya por libre, sino a que comete el error de chantajear a una personalidad importante (que hasta la T2 no sabremos quién es, aunque en el fondo da igual).

Cuando todo sale por fin a la luz, uno de los culpables (prometí no destripar) es preguntado: «¿Quién mató a esas chicas?» Y aquí surge el único «discursito» que chirría un poco porque, en mi opinión al menos (pero tal vez no en la del público en general), es innecesario por redundante:

Todos. Todos tenemos alguna parte de culpa. Los que organizan esas fiestas, los que van a ese club, vecinos, compañeros de trabajo, gente con la que te cruzas cada día. ¿Cómo murieron? Un cliente violento pasado de coca, ajustes de cuentas, sobredosis, suicidios… Lo único que importa es que nadie se da cuenta de que faltan. […] Es un negocio que mueve mucha pasta […]. Y no desaparecerá mientras haya clientes y gente sin escrúpulos dispuesta a darles lo que buscan.

(Episodio 6)

A la connivencia del pueblo, por cierto, ya había aludido anteriormente Miguel, un profesor de instituto pedófilo, y uno de los puteros chantajeados por Marta, cuando dice que él evitaba ir al puticlub porque le daba «pudor» encontrarse con los padres de sus alumnas: «Pura hipocresía por parte de todos, sí» (episodio 2). En todo caso, el hecho de que esas mujeres hayan sido asesinadas por «todos», y no por el típico asesino en serie psicópata y solitario de tantísimas obras policíacas, constituye otro de los logros de O sabor das margaridas.

Si lo que vamos conociendo a lo largo de la serie es desolador, el final lo es aún más. Vemos en primer plano un periódico con un gran titular: «A Garda Civil desmartella unha rede de explotación sexual de menores responsable da morte de 11 mulleres». Quien lee el periódico es Vivi, a quien el nuevo proxeneta del puticlub llama para ser violada por un nuevo putero. En resumen: las redes no tienen ―ni tendrán― fin… al menos mientras ese tipo de «clubes» sigan siendo legales… y, como señaló el cómplice citado arriba, mientras siga habiendo depredadores dispuestos a pagar por explotar los cuerpos de las mujeres.

¿Es posible escribir durante la pandemia de COVID-19… sin hablar de la pandemia?

Allá por el verano planteé una pregunta similar en un grupo de escritoras y escritores de Facebook. Similar, porque entonces, ingenua de mí, la planteé como «¿Se podrá escribir después de la pandemia…? Sí, ingenua, porque han pasado ocho meses y, no sólo continúa la pandemia, sino que yo, personalmente, continúo en la misma situación de (auto)confinamiento (y ya van… 57 semanas)… y sin esperanzas de que ello cambie en ningún futuro abarcable con la ilusión.

En aquel momento recibí todo tipo de respuestas, desde quienes opinaban que sería inevitable hablar de la pandemia en cualquier obra ambientada en el presente hasta quienes señalaban que históricamente las epidemias han dado lugar a poca literatura y, por tanto, sería perfectamente aceptable obviarla, pasando por quienes habían hecho modificaciones a obras en curso, bien para incorporarla, bien para sortearla.

🟣 Confieso que nunca me había detenido a pensar en la escasez de literatura sobre epidemias concretas (sí las hay de tipo alegórico, como La peste [1947] de Albert Camus o Ensayo sobre la ceguera [1995] de José Saramago). Y llama sobre todo la atención que la última pandemia análoga a la que nos azota, la de la (mal llamada) gripe española de 1918-1920, no diera lugar a ninguna novela digna de mención… ni siquiera, hasta donde sé, indigna de mención, pese a que se estima que provocó más de cuarenta millones de muertes a nivel mundial. (Sobre ella conozco una sola obra: un episodio de la serie de RTVE El Ministerio del Tiempo, por supuesto muy posterior a los hechos [2016].)

¿Por qué?, me pregunto. ¿Tal vez porque aquélla fue una catástrofe natural y, por tanto, poco «relevante» en el contexto de los horrores, de origen muy (in)humano, provocados por la Primera Guerra Mundial? Cierto que hubo ocultación por parte de EEUU, donde surgió, y del resto de los países en guerra; de ahí la designación «gripe española»: la prensa de nuestro país fue la única que informó extensamente sobre ella. También es cierto que hubo retrasos en la adopción de medidas preventivas por parte de las autoridades y comportamientos irresponsables entre la población. Así, un bando publicado por el Gobierno Civil de Burgos en 1918 proclamaba:

[V]uelvo á reiterar á los que todavía no estén convencidos del grave peligro que esto encierra, que se abstengan terminantemente de celebrar dichas fiestas ó reuniones… Por tanto, estoy resuelto á castigar duramente, como ya se ha hecho en algún caso, a los incumplidores de esta disposición.

Boletín Oficial Extraordinario de la Provincia de Burgos, 4 de octubre de 1918.

(Entre paréntesis, ¿les suena?) Sin embargo, también es cierto que: 1) Entonces se contaba con pocos instrumentos médicos o sociales para frenar la propagación de la pandemia (se probaron diversas vacunas, pero ninguna resultó eficaz); 2) Los índices de mortalidad eran en general mucho más elevados que los actuales (pre-pandemia), por lo que las muertes «prematuras» se asumían con más «resignación»; y 3) Aunque la pandemia se cebó (como suele suceder) con las clases desfavorecidas, las desigualdades eran menos notorias porque existían básicamente sólo dos clases, «la rica» y «la pobre», con escasos estratos intermedios. Tal vez por todo ello la pandemia se vivenciara a nivel eminentemente individual y, una vez superada (se extinguió por sí sola, tras dos «oleadas» más), «todo el mundo» quisiera olvidarla como se olvidan otras catástrofes naturales (tampoco se ha escrito mucha literatura sobre huracanes o terremotos).

🌐 Las anteriores reflexiones las he elaborado sobre la marcha y soy consciente de que merecen un análisis bastante más profundo. 🌐

🟣 La actual pandemia es a todas luces distinta. Cierto que en su origen fue una catástrofe natural (al menos eso quiero seguir creyendo) y que de entrada pilló a gran parte del mundo por sorpresa. Sin embargo, aun antes de terminar el… confinamiento (iba a decir «primer confinamiento», olvidando que este país es tan «estupendo» que sólo ha «necesitado» uno), se sabía ya cómo erradicarla confinamiento-rastreos-confinamiento, y de hecho algunos países lo han conseguido (China, Australia y Nueva Zelanda). Todo lo que ha venido después, por tanto, habría sido en gran medida evitable si la mayoría de los países (empezando por el nuestro) no hubiesen antepuesto los intereses económicos a los sanitarios. Por otra parte, ahora existen esas maravillas de la ciencia llamadas vacunas, cuya distribución, sin embargo, está siendo cuando menos chapucera y, en España, directamente injustificable en términos sanitarios (para no utilizar otros adjetivos, bastante más gruesos, que se me vienen a la cabeza). Sin contar que, en esta sociedad de sobresaturación informativa en la que vivimos, nos enteramos al minuto de cualquier novedad (al menos de aquellas que no se ocultan alevosamente) en cualquier parte del mundo, sobre todo del «primero», que nos gusta pensar que es el nuestro. Lo cual, a su vez, muestra de manera palmaria las desigualdades socio-económicas y socio-sanitarias, tanto a nivel global como al interior de los países, en cuanto a su afectación y alivio, así como los privilegios que disfrutan, no ya sólo las clases acomodadas, como antaño, sino también determinados gremios laborales.

Por todo lo anterior, cabría pensar que las consecuencias (socio)psicológicas están siendo / serán bastante más devastadoras que las de la pandemia del siglo pasado: aunque se vivencien a nivel individual, están imbricadas con infinidad de cuestiones políticas, económicas, éticas y un largo etcétera… Y que la literatura estará ahí para plasmarlas.


🟣 Todo esto lo traigo a colación porque acabo de leer la primera novela ambientada en plena pandemia (la primera que ha llegado a mis manos… supongo que habrá algunas más), La Chasse (2021) de Bernard Minier. La novela, perteneciente a la serie policíaca del comandante Martin Servaz, se desarrolla entre finales de octubre y principios de noviembre de 2020, coincidiendo con el decreto del segundo confinamiento en Francia, que entró en vigor el 30 de octubre.

La novela en sí es estupenda, como casi todas las del autor (a quien, pese a la irritación que me provoca su uso hipermachista del lenguaje, sigo con entusiasmo), pero el tratamiento de la pandemia es totalmente superficial. Abundan las referencias a quiénes llevan o no mascarilla… aunque sin ningún tipo de juicio de valor respecto al segundo grupo (y, conforme avanza la trama, la voz narrativa se va olvidando del tema). Se recogen las quejas del gremio de la hostelería ante el nuevo cierre y la frustración de algunos personajes que echan de menos la vida nocturna. En cierto momento, Servaz se sorprende porque ha hecho un viaje de más de cien kilómetros en coche sin que lo parasen en ningún control (¿les suena de nuestros [presuntos] cierres perimetrales?).

PERO ESO ES TODO. En ningún momento ―y la novela tiene 480 páginas― se habla de muertes, hospitalizaciones o riesgos de contagio… cuando, a 30 de octubre de 2020, se contabilizaban en Francia 36.565 muertes por covid (www.europe1.fr). Y habría sido muy sencillo hacerlo, incluso sin necesidad de causarles tragedias a los personajes centrales (los habituales de la serie). Habría bastado con decir que algún personaje secundario perdió a una madre, a un hijo o a una pareja por covid, que alguno estuvo hospitalizado en algún momento anterior… o que está en cuarentena por contacto con una persona infectada… o que está autoconfinado por ser de riesgo. De hecho, el hijo de Servaz, Gustav, nació con una grave dolencia hepática, que superó gracias a un trasplante de hígado para el que su padre sirvió de donante. ¿No debería temer Servaz por él o por sí mismo (dado que en aquel momento le extirparon un cacho de hígado)? Y su pareja, Léa, que es pediatra, ¿no debería temer contagiarse en el hospital donde trabaja? (Sólo menciona de pasada que en el hospital la necesitan porque, aunque sean casos excepcionales, hay niñas y niños con covid, pero lo plantea como quien habla de la temporada de gripe.) Por otra parte, la única reflexión de carácter social o filosófico que le suscita la pandemia a Servaz es:

Époque de virus. Punitive, mortifère, purificatrice, qui avait trouvé son symbole : le masque. Posé comme un bâillon, comme le signe de reconnaissance d’une société muselée, hygiénisée, et aussi perdue aux abois.

«Época de virus. Punitiva, mortífera, purificadora, que había encontrado su símbolo: la mascarilla. Colocada como un bozal, como seña de identidad de una sociedad amordazada, higienizada, y también presa de la desesperación.» [Traducción propia] Bernard Minier, La Chasse (XO Éditions, 2021, cap. 1).

En una novela que incluye largos y certeros comentarios sobre la (in)justicia social, el abandono de las banlieues, la dicotomía justicia/venganza, las pulsiones fascistas dentro de la sociedad francesa, la citada reflexión resulta simplista, cuando no peligrosamente cercana al negacionismo.

Resumiendo: El autor podría haberse ahorrado la ambientación pandémica por completo. De hecho, su anterior novela (de 2020; publica una por año), La Vallée, se desarrolla dos años antes que La Chasse… con lo cual habría podido ubicar esta última en 2019 sin ningún problema. Mejor eso que abordar una tragedia de estas dimensiones centrándose sólo en lo accesorio.

Deduzco que Minier pertenece a ese ochenta por cierto de la población (me acabo de inventar el porcentaje… sobre la base de mis amistades y conocidas) a quien la pandemia sólo ha afectado en la medida de tener que ponerse una engorrosa mascarilla y limitar (y sólo hasta cierto punto) sus salidas y viajes. Sin embargo, es imposible que no conozca a nadie perteneciente al veinte por ciento restante, a quienes sencillamente «se nos ha roto la realidad» (tomo esta frase prestada de Juan José Millás). Deduzco, pues, que las demás personas le importamos un pimiento. Triste constatación… que me lleva a concluir que mi anterior afirmación sobre las devastadoras consecuencias socio-psicológicas de la pandemia es errónea tal «devastación» sólo nos afecta a las personas vulnerables por motivos de edad o salud y que, por tanto, no habrá una literatura que la plasme.


🟣 Y viene también a colación porque estoy desarrollando (de momento en mi cabeza) mi próxima novela, que va a ser la «transposición» a literatura de un guión de largometraje que escribí hace más de diez años. Transcurre en la época «actual», que puede ser la de entonces, la de ahora o cualquiera intermedia. Es decir, la puedo fechar en 2017, por ejemplo, y obviar la pandemia, de tal modo que los personajes puedan reunirse en cafeterías y hacer viajes en coche por la Península (éstos serían los dos elementos ―superficiales― que tendría que cambiar para trasladarla al presente de 2021). Ahora bien, me parece imposible escribirla con la misma ligereza con que en su momento escribí el guión. Tampoco, aunque la protagonista no tiene nada que ver conmigo y mis conflictos, me veo capaz de diseñarla sin volcarle de algún modo las secuelas psicológicas, existenciales e ideológicas (sí, existe tal cosa como «secuelas ideológicas») que la pandemia me está dejando (y más que me dejará). Y para ello tendré que buscar metáforas y alegorías varias. Porque el único modo de hacerlo de manera directa, sin hablar de la pandemia en presente ni de mí misma dentro de ella, sería situar la novela en un hipotético futuro post-pandemia, pero ésa sería una osadía en exceso optimista.

«La Plaza del Diamante» de Mercè Rodoreda en «Mujeres de Libros»

Me complace anunciar que en la próxima sesión del curso online «Mujeres de Libros» analizaremos La Plaza del Diamante (1962) de Mercè Rodoreda, una magnífica novela escrita en el exilio que muestra, a través del personaje de Natalia («la Colometa»), la opresión de las mujeres de clase trabajadora en el marco de la Segunda República, la guerra civil y la primera posguerra.

Inscripción: jcruzf77@hotmail.com. (15 € por esta sesión; 30 € por las tres sesiones restantes)

Programa completo del curso: https://jcruzservicioslinguisticos.com/mujeres-de-libros/

Literatura y cine: Analogías entre la novela de autoficción y el «guión adaptado»

En un grupo de cine de Facebook alguien planteó la pregunta de qué tipo de guión tiene más «mérito», el guión original o el guión adaptado, de acuerdo con las dos categorías que se establecen en el mundo de los galardones. Y, mientras pensaba en los respectivos méritos y dificultades de cada uno, se me ocurrió que existe una perfecta analogía con las categorías de ficción y autoficción en la novela.


🟣 Guión original / guión adaptado:

En mi opinión, no se pueden comparar valorativamente porque son dos géneros literarios (por así decir) muy distintos. El guión original tiene el mérito de ―valga la redundancia― la originalidad, ese valor tan preciado desde el romanticismo. Implica «inventar» la trama, los personajes, la estructura, los escenarios… en una palabra, todo. Y es difícil, por supuesto, muy difícil, como sabrá cualquiera que haya intentado escribir ficción, ya sea cinematográfica o literaria. Sin embargo, el guión adaptado tiene otro tipo de mérito: el de ser capaz de «traducir» a imágenes y diálogos orales lo que son «sólo» palabras escritas sobre el papel (pienso sobre todo en las adaptaciones de novelas). No hay que inventar propiamente ―la trama, los personajes, la estructura y los espacios (al menos en abstracto) ya están ahí―, pero existe la dificultad añadida de escribir con una especie de corsé. En un guión original, si en mitad del proceso el o la guionista encuentra una falla en un personaje o episodio, lo puede quitar sin más. En cambio, en un guión adaptado, no se pueden eliminar/añadir según qué cosas. Se trata de captar la «esencia» de la obra adaptada y ser fiel a ella, para lo cual hace falta, entre otras cosas, conocerla a fondo (labor de filóloga).

Voy a ilustrar lo que digo con La Regenta (1884-1885) de Leopoldo Alas, porque en algún momento realicé un análisis comparativo de las dos adaptaciones cinematográficas de la novela, la película de Gonzalo Suárez de 1974 y la serie de RTVE dirigida por Fernando Méndez-Leite en 1995. Se trata de una novela muy difícil de adaptar, no sólo por su extensión (entre ochocientas y mil páginas, según las ediciones), sino porque, como todas las novelas del realismo/naturalismo, pretende dar una imagen totalizadora de la España de la época. El primer paso para llevarla al cine consiste, pues, en seleccionar qué elementos/episodios conservar y cuáles omitir para «encorsetar» el todo en 90 (la película) o 300 (la serie) minutos de metraje.

En la película, como argumenté en mi mencionado análisis de 2004, se eliminan numerosos episodios y prácticamente una fase entera del proceso pendular de Ana Ozores, pero, aun así, es fiel a la «esencia», en la medida en que reproduce muy bien las oscilaciones de la protagonista entre las trampas de la religión (el Magistral) y las del mito del amor romántico (Álvaro Mesía), así como el entramado sociopolítico de la Restauración. En cambio, aunque la serie de RTVE cuenta con doscientos minutos más para incorporar episodios adicionales de la novela (por ejemplo, uno fundamental omitido por Suárez, la procesión religiosa en la que participa Ana), y quizá porque el casting es absolutamente penoso, no le hace ninguna justicia a la obra y los personajes resultan inverosímiles (¿Carmelo Gómez como el retorcido Magistral, en serioooo?), caricaturescos (Víctor) o muy distintos a como los presenta Alas (Ana). De todos modos, lo que a ninguno de los guionistas se le habría ocurrido ―para poder seguir considerándola una adaptación de La Regenta― es eliminar la figura del Magistral (quizá el personaje más difícil de traducir audiovisualmente), la relación adúltera entre Ana y Álvaro (es, por definición, una novela de adulterio) o la escena del duelo entre Álvaro y Víctor.

🌐🌐 Antes de continuar, no puedo resistir la tentación de mencionar la adaptación de L’Élégance du hérisson (2006), de Muriel Barbery, realizada por Mona Achache en 2009 bajo el título de Le Hérisson, porque es posiblemente la mejor adaptación literaria que he visto nunca (la propia autora fue coguionista junto con la directora). Más allá de captar esa «esencia» de la que hablaba, tanto en relación con los personajes principales (Renée y Paloma) como con el medio burgués en que se desarrolla ―y que pretende denunciar Barbery―, la película «perpetra» una auténtica genialidad: «traducir» los textos que escribe Paloma en la novela a imágenes que graba en vídeo, con lo cual no existe disonancia alguna entre los dos lenguajes, el literario y el audiovisual… aunque el resultado sean dos obras distintas, por cuanto la adolescente Paloma ya no es una precoz y lúcida escritora, sino una precoz y lúcida «cineasta» (de ahí tal vez el pequeño cambio en el título). 🌐🌐


🟣 Ficción / autoficción:

Creo que no hace falta desarrollar aquí las dificultades para escribir una novela, pues, como ya señalé, son evidentes para cualquiera que haya escrito ―o incluso sólo intentado escribir― una, como también es evidente el mérito de lograrlo.

Lo que quizá no resulte tan evidente es la dificultad de escribir autoficción, que yo defino como cualquier autobiografía en forma novelada, por oposición a la autobiografía stricto sensu («Me llamo Jacqueline, nací en…»), independientemente de si autora, narradora y protagonista comparten el mismo nombre, tal como exige el «pacto autobiográfico» según Philippe Lejeune. De hecho, el género tiende a ser minusvalorado y, por ello, no es casual que a menudo se «acuse» a las escritoras (mujeres) de hacer «mera» autobiografía (incluso cuando no es el caso), pese a que hay también numerosos escritores (hombres) que recurren a la propia biografía como germen de sus novelas.

La de la derecha no es la portada de la nueva novela, pero la imagen (tomada de Pixabay) me pareció bastante ilustrativa del contenido.

Yo he escrito una novela de cada tipo: Gajos de naranjas, ya publicada (en 2014), y otra, cuyo título por el momento me reservo, que estoy a punto de finalizar. En la primera todo es rigurosamente ficticio, mientras que la segunda es el relato autobiográfico, en forma novelada, de tres años muy oscuros de mi vida. Para la primera tuve que inventarme y desarrollar una trama, diseñar una protagonista y cuatro personajes secundarios (aparte de algunos figurantes), con sus respectivas biografías, elaborar una estructura y dosificar los distintos episodios en espacio y tiempo. Me llevó dos años hacerlo (con alguna reescritura posterior) y no diré que fue todo coser y cantar (entre otras cosas porque no sé coser 😂), pero la disfruté enormemente. Todo estaba en mi cabeza y, por tanto, todo era modificable hasta lograr lo que me había propuesto.

Para la de autoficción, en cambio, tenía de entrada todos los ingredientes: la trama, la protagonista (yo, aunque le haya dado otro nombre), los personajes secundarios y terciarios, los escenarios, el desarrollo lineal… Incluso, al tratarse de una etapa muy concreta de mi vida (y no de toda ella), tenía ya el planteamiento/nudo/desenlace. Eso era lo «fácil». Todo lo demás fue sudor neuronal y (debido al contenido) lágrimas, muchas lágrimas. (Cuando la publique, explicaré en más detalle el tortuoso proceso.) Al igual que ocurre con los guiones adaptados, tuve que decidir qué episodios incluir (eso sí, con más libertad para omitir, añadir o modificar/tergiversar algunos), cómo darles sentido novelesco, cómo dosificar la información, cómo «rediseñar» los personajes secundarios para preservar ―esto es fundamental― su identidad o, por lo menos, su intimidad, y cómo conseguir, además, que el todo resultase verosímil (la realidad no siempre es verosímil; la literatura debe serlo siempre)… con el corsé, en este caso no de otro texto, sino de esa misma realidad. Por otra parte, del mismo modo que hay pasajes de una novela «intraducibles» al cine (sensaciones, monólogos interiores en plan fluir de conciencia, etc.), en la vida real hay experiencias que, por su elevada carga emocional, son difícilmente traducibles a palabras (aquí es donde entran las lágrimas).


Claro que… Se me ocurre que tal vez toda la disquisición anterior no sea más que una simple coartada para autodarme palmaditas en la espalda, ya que esta semana releí la novela después de cuatro meses en reposo e, independientemente de la calidad que pueda tener a ojos de quien la lea (ésa es otra: si siempre es difícil juzgar la propia obra con «objetividad», en el caso de la autoficción lo es más aún porque una está entramada toda entera ahí dentro), me ha parecido una auténtica proeza haberla escrito, casi más que si alguien me hubiese pedido un guión adaptado de La Regenta o L’Élégance du hérisson.