Requisitos mínimos para ejercer (bien) el oficio de la traducción (I)

En una de mis últimas entradas, hablé de cómo el creciente uso de la traducción automática está dando lugar a una brutal explotación de quienes nos dedicamos al bello oficio de la traducción (humana) y, quizá por ello, encuentro que la calidad de las traducciones, incluso de libros publicados por editoriales prestigiosas, es cada vez más baja. Por supuesto, las bajas tarifas no son excusa para hacer un mal trabajo: hay una cosa que se llama prurito profesional y que consiste en hacer el trabajo lo mejor posible independientemente de otros factores. Lo que sí puede estar ocurriendo es que sólo personas sin conocimientos ni experiencia asuman esa explotación. Porque traducir es un oficio que requiere conocimientos y experiencia. Aquí van unos requisitos mínimos desde mi experiencia de más de veinte años como traductora profesional, de inglés a castellano y viceversa, en los ámbitos académico, literario y técnico.

🟣 Ser nativohablante de la lengua de destino (requisito necesario pero no suficiente)

Esto parece una obviedad, pero, lamentablemente, no siempre se cumple, ni siquiera, repito, en libros publicados por editoriales prestigiosas. No suelo investigar los orígenes lingüísticos de los y las traductoras de libros, pero hay errores tan flagrantes que sólo pueden deberse a falta de conocimiento de la lengua de destino. Dos que se me quedaron grabados hace ya varios años fueron: 1) Una pareja que «hizo trampa» (luego se explicaba que l@s dos tenían otra pareja): tuve que retraducir al inglés para entender que se refería a lo que vulgarmente se define como engañar a la pareja (to cheat, que en inglés significa también hacer trampas en el juego o copiar en los exámenes). Y (ésta merece figurar en cualquier antología del disparate) 2) «Subvestidos«, que también tuve que retraducir al inglés, para comprender que se refería a ropa interior, underwear en inglés. Sólo alguien con nulo conocimiento del castellano (o, más probablemente, una máquina traductriz) podría perpetrar tamaña barbaridad, ya que, si bien los nombres de las prendas varían en ambas lenguas según los dialectos, tanto underwear como ropa interior son de uso universal entre anglohablantes e hispanohablantes, respectivamente.

🌐🌐 Cuando hago críticas de este tipo no suelo mencionar los libros ni a quienes los tradujeron, porque me consta por experiencia que entre la traducción y la publicación pueden introducirse errores, ya sea en el proceso de corrección por parte de la editorial, ya sea en el de maquetación. Ahora bien, en el caso de subvestidos me cuesta creer que una correctora hispanohablante haya podido hacer ese cambio. De hecho, me cuesta creer que el texto haya pasado por una corrección y, si lo hizo, que la persona a cargo no se sorprendiese ante tamaño despropósito y lo corrigiese tras confirmar el error (yo misma busqué la versión original para asegurarme de que no se trataba de algún «brillante» neologismo… porque me resultaba inconcebible como error). 🌐🌐

🟣 Ser bilingüe

Como ya señalé, ser nativohablante de la lengua de destino es requisito necesario, pero ello no garantiza una buena traducción si no se domina también la lengua de origen. Hay que dominar también todo el vocabulario y los matices de ésta, las frases hechas, incluso los posibles fallos sintácticos del original. Cuando no es así, surgen tergiversaciones (algunas que pueden incluso transmitir el sentido opuesto), traducciones literales «espesas», etc. Teóricamente, si se domina la lengua de destino, estas últimas tendrían que «chirriarle» a el o la traductora lo suficiente como para intentar aclarar el significado de origen… pero para ello es preciso, no sólo ser nativohablante, sino también dominar el oficio de la escritura (otro «oficio» cuyas herramientas, a juzgar por lo que leemos en ciertos libros y en la prensa, parecen estar cada vez más oxidadas en nuestro entorno) en esa lengua y tener cierta experiencia traduciendo.

La mayoría de los ejemplos que me vienen a la cabeza son de traducciones no profesionales que corrijo y, por tanto, «confidenciales», por lo que voy a dar sólo uno que resulta lo bastante vago: donde en castellano una autora decía que estaba preocupada por algo, pero que finalmente «me fue de cine» (es decir, que le fue muy bien), la traductora puso «I went to the cinema» («me fui al cine«), con lo cual, si bien la frase resultaba sintácticamente correcta, no encajaba con el contexto.

Y, volviendo a las (no) correcciones, recientemente vi, estupefacta, cómo en una serie traducían el phrasal verb (expresión que no tiene traducción exacta al castellano y que designa los verbos compuestos por el verbo mismo más otra partícula que le cambia el significado) double up, en referencia a dónde se habían alojado unos chicos concretos («They sometimes double up«), como duplicarse, con lo que les quedó la llamativa frase: «Los chicos a veces se duplican«, en lugar de «comparten habitación«. Repito lo de más arriba: ¿a nadie le chocó que estos chicos se duplicasen… como las amebas? Pues parece ser que no.

Luego hay errores que se repiten. Uno que veo continuamente en el audiovisual y que denota la falta de dominio del inglés es la expresión «to get a girl into trouble«, que eufemísticamente significaba (por suerte, ha caído en desuso) «dejar a una chica embarazada«. Sin embargo, hace poco la he visto traducida ―en una película y en una serie, y más de una vez en cada una― como «meter a una chica en problemas«. Y, aparte de que la expresión suena «rara» en castellano (lo que en inglés se describe como awkward y que tampoco tiene traducción exacta), no transmite el sentido con precisión: es cierto que en la época en la que transcurren las dos obras (años 60 del siglo pasado) era un auténtico problema que una mujer soltera se quedase embarazada, pero no era el único tipo de problemas que le podía causar un hombre: también, podía, por ejemplo, convertirla en drogadicta o hacerla cómplice de un delito. Otra explicación para este error sería que el o la traductora sea nativohablante, pero joven, y, por tanto, desconozca este antiguo significado. Pero aquí entra otro requisito implícito para ejercer bien el oficio: ser una persona culta y leída.

🟣 Dominar la disciplina de que se trate

Este aspecto, que es absolutamente fundamental, requiere cierto desarrollo, porque los distintos tipos de traducciones tienen niveles distintos de dificultad y, por consiguiente, imponen distintos tipos de requisitos, así que lo dejaré para una entrada futura.

🟣 Ser una persona meticulosa

A fin de cuentas, resulta de poca utilidad ser bilingüe, escribir bien en la lengua de destino y dominar la disciplina correspondiente si no se trabaja con meticulosidad. Esto, que es importante para cualquier trabajo, lo es todavía más en la traducción. Es imprescindible traducir todo el texto (no omitir ninguna palabra) y sólo el texto (no añadir otras). De hecho, en una época me contrataron para evaluar traducciones de prueba de una agencia y uno de los parámetros era precisamente ése: si las y los aspirantes omitían o añadían texto. Esto no significa, por supuesto, que haya que traducir literalmente, palabra por palabra: puede ser necesario, bien omitir alguna porque en la lengua de destino resulta redundante, bien añadir alguna para completar el sentido.

A lo que me refiero es a tragarse o añadir, por ejemplo, «modificadores«, sobre todo adjetivos y adverbios. No es lo mismo decir, en el idioma que sea, dos minutos que unos dos minutos: en el primer caso, es una medida exacta de tiempo; en el segundo, no. Y en ciertos textos ese matiz puede ser esencial (ciencia, gastronomía, etc.). E incluso cuando lo es menos, como en una novela, está claro que se cambia el significado. No es lo mismo que un personaje diga «Llevo veinte años viviendo aquí» que unos veinte años, casi veinte años o más de veinte años, y no tanto por la importancia que esa información pueda tener, sino por lo que nos transmite acerca del personaje. Del mismo modo, si en el original se incluyen cuatro adjetivos calificativos, hay que traducir los cuatro, y no tres o cinco (salvo en el raro caso en que dos de ellos se traduzcan exactamente igual, por aquello de que no siempre existe una correspondencia unívoca entre conceptos y palabras en distintos idiomas).

🟣 Tener experiencia

En esto la traducción no difiere de cualquier otro oficio y creo, por tanto, que sobran más explicaciones. Sólo diré que lo más importante que se aprende con el tiempo es a caminar la delgada línea que combina fidelidad sin literalidad, aunque el alcance de la «fidelidad» varíe dependiendo del tipo de traducción, el tema de mi próxima entrada.

(Continuará…)

«La función Delta» de Rosa Montero en «Mujeres de Libros II»

Me complace anunciar que en la próxima sesión del curso onlineMujeres de Libros II” analizaremos La función Delta (1981) de Rosa Montero, una excelente novela que combina el análisis de la situación de las mujeres en el primer posfranquismo con la desoladora visión de un futuro mundo distópico.

Inscripción: jcruzf77@hotmail.com. (15 € por esta sesión; 60 € por las cinco sesiones restantes)

Programa completo del curso: https://jcruzservicioslinguisticos.com/mujeres-de-libros-ii/

Aprender a perdonar(se): «La llama de la soledad», de Avelina Chinchilla

«Cuántas veces quisiste hablar conmigo, mamá, y yo no lo admití» (pág. 27). Así comienza, tras un breve preámbulo, La llama de la soledad de Avelina Chinchilla, una excelente novela escrita en forma de monólogo a un , la madre de la narradora, que yace en una cama de hospital tras sufrir un ictus, y que combina, en las dosis justas, elementos del bildungsroman, la novela psicológica y la novela social.

El título hace alusión al sentimiento que ha asolado a la protagonista y narradora, Sandra Rojas, escritora de novela negra y gran amante de la ópera, desde la muerte de su padre, cuando tenía ocho años, hasta el presente de la narración, cuando, a sus treinta años, ha decidido por fin «apagarla» (pág. 164). Porque esa llama no ilumina ni calienta: por el contrario, destruye y carboniza, y la ha conducido a una vida oscura, sometida a los embates de lo que ella denomina eufemísticamente «mi enfermedad» y que sólo hacia el final de la novela se atreverá a nombrar:

Sí, la ANOREXIA con mayúsculas porque es una enfermedad muy cabrona que a punto ha estado de desgraciarme la vida y por eso tengo que llamarla por su nombre, para plantarle cara con todas las fuerzas de que soy capaz.

La llama de la soledad. Portugalete: Rubric, 2021. pág. 164.

Pero, si se me permite el juego de palabras, podría decirse que Sandra llama a la soledad, en la medida en que su amargura y su resentimiento la han alejado de su madre, de su hermana gemela, Raquel, a la que envidia por su (aparente) «asquerosa vida perfecta» (114), y de su anterior pareja, Carlos. Y es quizá esta soledad a la que ella misma ha «llamado» la que la lleva a caer rendida ante Ricardo Ballesteros, «Ricky», un tipo que a las lectoras nos despierta suspicacias desde el primer momento y contra el que le advierten su amiga Amalia, su madre y su ex-pareja: «¿qué hombre de fiar se haría llamar Ricky pasada cierta edad?», pregunta retóricamente Carlos (85).

La estructura está muy bien hilada: se alternan los episodios en presente, durante las visitas de Sandra al hospital, con episodios en pasado. De éstos, la mayoría reconstruyen de manera más o menos cronológica los acontecimientos del último año, desde el inicio de su relación con Ricky hasta una serie de sucesos que desembocan en una catarsis, y se entrelazan con otros pertenecientes a un pasado más remoto: la muerte de su padre; la muerte de la mejor amiga de las gemelas, Elena, en el (nunca esclarecido) accidente de Metrovalencia de 2006, ocurrido el día de la salida con Elena que se narra en el preámbulo; y algunos aspectos de su relación con Carlos.

El monólogo a su madre le sirve a Sandra en parte para justificarse y reconciliarse con ella, después de años de malentendidos, y en parte para relatarse a sí misma su historia e intentar comprenderse y perdonarse. En este proceso, la narradora no escatima la autocrítica; es más, casi podríamos decir que se autoflagela psicológicamente después de haberlo hecho físicamente durante años: «Tenía la necesidad de expiar una culpa abstracta que me carcomía sin cesar y me obligaba sin remedio a la autopunición» (155). De hecho, a lo largo de la novela se autoendilga infinidad de adjetivos peyorativos: «solitaria y atormentada» (29), «celosa incorregible» (37), «malhumorada e insatisfecha» (37), «egocéntrica» (86), «cobarde» (91), «soberbia» (105), etc. Como lo resume casi al principio:

[E]staba enferma de egoísmo, de melancolía y de una rabia que solía volcar la mayor parte de las veces contra mí misma. Mi amargura era como la heroína para un adicto: cuanto más me recreaba en ella, más falta me hacía (30).

Éramos yo y mis problemas; yo y mis desgracias; yo y mis neuras. Yo, yo y siempre yo (34).

Chinchilla nos ofrece ante todo una novela psicológica, que explora los conflictos internos de Sandra y su evolución a lo largo de los años. Y, en este sentido, aunque en el presente de la narración la protagonista haya superado la edad propia del género, es también una novela de formación. De ahí en parte el papel preeminente que ocupa la relación madre-hija, un tema casi completamente ausente en la literatura masculina y que tiene capital importancia en el bildungsroman femenino. Se trata, además, de una novela feminista, que denuncia, entre otras cosas, los efectos perniciosos de los cánones de belleza imperantes, los cuales conducen a trastornos como la anorexia, y del mito del amor romántico («Quería ofrecerle [a Ricky] esa clase atenciones que se supone que una mujer enamorada tiene hacia su pareja» [136; el subrayado es mío]), el cual conduce a la sumisión y la dependencia ―emocional y económica―, y puede tener consecuencias aún más graves que el daño físico y/o psicológico.

Pero no todo se reduce a Sandra y su mundo. La llama de la soledad contiene también una profunda crítica social. El énfasis se halla en la corrupción de los gobiernos de la Comunitat Valenciana anteriores a 2016, incluidas ciertas «misteriosas» muertes de personas implicadas. Pero no es el único tema que sobresale: la narradora lee en un par de ocasiones los titulares de prensa y se queja de, entre otras cosas, las «corruptelas varias repartidas a lo largo y ancho de la geografía española» (71), «la desunión de la izquierda [que] parece algo intemporal» (71), los eufemismos de la prensa, en esa especie de neolengua orwelliana (esto último es mío) en la que cada vez nos sumergen más («qué gran eufemismo se han inventado los periodistas con eso de la pobreza energética: pobreza y punto, como la de toda la vida» [71]). Especial atención merece la (también eufemísticamente) llamada «crisis de las personas refugiadas«, encerradas en condiciones infrahumanas en campos griegos y a punto de ser deportadas a Turquía a raíz del obsceno tratado suscrito por la Unión Europea en 2016.

En suma, en La llama de la soledad tenemos una novela breve en extensión, pero densa en emociones y reflexiones, que recomiendo con entusiasmo.

«El cuarto de atrás» de Carmen Martín Gaite en «Mujeres de Libros»

Me complace anunciar que en la próxima sesión del curso online «Mujeres de Libros» analizaremos «El cuarto de atrás» (1978) de Carmen Martín Gaite, una maravillosa novela que combina magistralmente relato fantástico, autobiografía y ensayo sociológico.

Inscripción: jcruzf77@hotmail.com. (15 € por esta sesión; 70 € por las seis sesiones restantes)

Programa completo del curso: https://jcruzservicioslinguisticos.com/mujeres-de-libros-ii/

«Todas las islas la Isla»: No sólo autoficción

Más de una vez he escrito en este blog sobre mi novela Todas las islas la Isla, entonces en proceso y ahora ya publicada. En la última entrada sobre el tema, de allá por agosto, cuando puse punto final al manuscrito para enviarlo a la editorial, hablé del arduo y doloroso proceso de la escritura, centrándome en su componente de autoficción.

Y, sin embargo, la novela es mucho más que el relato de tres años oscuros de mi vida. En las posteriores relecturas durante el (casi interminable) proceso de maquetación, en que ya no perseguía «mejorar» el texto a nivel de contenido o estilo, sino sólo detectar los (casi infinitos) errores de maquetación o alguna errata que hubiera podido escapárseme, cobraron relevancia ―y valor― los elementos más «literarios», incluidos los «experimentales». Y ahora que la novela circula ya por el mundo y, con ella, todo el dolor que necesitaba expulsar, puedo repensar con más calma el proceso creativo en su conjunto y no sólo el de la excavación de mis errores, horrores y traumas.

Los mencionados aspectos «literarios» y «experimentales» fueron, por supuesto, deliberados, pero no todos surgieron como decisiones a priori, sino que algunos vinieron determinados por los bloqueos psicológicos que me generaba la rememoración de «los hechos». A continuación explico algunos de ellos.


🔵 Intertextualidad con la literatura de la vanguardia canaria:

En mi anterior novela, Gajos de naranjas, había numerosas referencias literarias y culturales, tanto de la alta cultura como de la cultura pop, pero no tenían propiamente un hilo conductor, sino que constituían, más que nada, un homenaje a algunas de mis ídolas (Alfonsina Storni, Gloria Fuertes, Frida Kahlo y Remedios Varo, entre otras).1

En Todas las islas la Isla, en cambio, aunque también abundan las referencias literarias y culturales «sueltas» (la mayoría a mujeres artistas), existe un claro hilo conductor intertextual con la vanguardia canaria. La idea de entablar diálogo con esos autores (masculino literal, pues son todos hombres2) que analicé a fondo en mi tesis doctoral de 1993, Marginalidad y subversión: Emeterio Gutiérrez Albelo y la vanguardia canaria (publicada en 1995), y con el mito clásico recurrente en sus escritos ―el Ulises de la Odisea― fue, de hecho, lo que me decidió a embarcarme en la novela: 1) Porque ese diálogo le otorgaría a mis (al fin y al cabo insulsas) vivencias un toque más «literario»; y 2) Porque, aunque en la novela no lo planteo exactamente así (no olviden que es autoficción), el recuerdo de algunas de las reflexiones de esos autores fue lo que me propulsó (un poco tarde, es cierto) para escapar por fin de «la isla de las maldiciones» (Agustín Espinosa). Repentinamente, me empezaron a taladrar frases/versos suyos ―»El hijastro de la isla. El aislado» (Espinosa); «Para salir de la mansión horrenda / había, fatalmente, que cruzar / sobre una alfombra azul de ratas muertas» (Gutiérrez Albelo); «Y pronto agota el campo reducido de la isla. Después tiene que pasar y repasar sobre el mismo paisaje» (Pedro García Cabrera)― y asumí, por primera vez sin excusas ni autoengaños, mi Gran Error y entreví la posibilidad de ―todavía― remediarlo.

🔵 Componente epistolar:

La novela contiene numerosos correos electrónicos, parte de los cuales estaban planeados y parte de los cuales no. Desde el principio de la elaboración, decidí intercalar, entre algunos de los capítulos narrativos, otros más breves con correos de la protagonista, Nadia, a su amante de Tierra Firme. El propósito era básicamente estructural, pues me servían para: 1) Resumir lo sucedido entre los capítulos anterior y posterior; 2) Mostrar la dinámica de la relación entre Nadia y Jacinto; y 3) «Desengrasar» un poco la oscuridad de la trama mediante unos textos escritos en un tono más light.

Sin embargo, casi a la mitad del primer borrador, decidí incluir un capítulo con un largo intercambio de correos entre los dos personajes. ¿Por qué? Porque llegué a un punto en que me sentí psicológicamente incapaz de narrar, o incluso de «dialogar», ciertos hechos y sentimientos, y la escritura (falsamente) epistolar me pareció el instrumento idóneo para reflejar esa etapa de mi estancia en la Isla. Posteriormente, haría uso del mismo recurso en dos capítulos más, y por los mismos motivos.

🔵 Los «tachones»:

Simplemente con hojear el libro, saltan a la vista numerosos pasajes tachados, que van desde un par de palabras a párrafos enteros. Este recurso, que no me he inventado yo (lo utiliza, por ejemplo, aunque con un sentido muy distinto, Rosa Montero en Lágrimas en la lluvia), no ha sido fácilmente comprendido por mis lectoras y lectores hasta ahora. No voy a explicarlo aquí (no es mi intención desvelar todas las intenciones de la novela 😉); sólo diré que, para entenderlo, basta con imaginar que, en lugar de correos electrónicos, son cartas manuscritas (o borradores a mano previos al envío de los correos).

🔵 El componente autorreflexivo:

Muy pronto decidí que la novela terminaría con Nadia pensando en escribir una novela sobre esos tres anni horribili, que, por supuesto, sería esta novela. Sin embargo, me vi «obligada» a recurrir a la autorreflexividad bastante antes, de nuevo por la incapacidad psicológica para contar algo que, en ese punto, debía contar. Fue aproximadamente en el mismo punto del primer borrador en que decidí recurrir al intercambio de correos entre Nadia y Jacinto. Tras varios intentos baldíos, generadores de llanto y taquicardia, decidí que, ya que no podía contarlo, podía describir mi bloqueo para hacerlo. Y luego lo fui extendiendo a otros momentos de la novela; por ejemplo, cuando, ya en el tercer o incluso el cuarto borrador, comprendía repentinamente alguna de mis reacciones de ese período… Que era en gran medida lo que perseguía con mi escritura «terapéutica»: entender por qué había «tirado toda mi vida a la basura» de esa manera y, sobre todo, por qué no reculé en cuanto se volvió evidente (aunque luchase denodadamente por ocultármelo a mí misma) lo que había hecho.

🔵 Guión cinematográfico:

En la novela he incluido un episodio entero presentado en forma de guión cinematográfico (confieso que mi gran vocación frustrada es la de cineasta). Éste había sido un ejercicio que me planteé antes de abordar la escritura del texto en plan cronológico-lineal y me gustó tanto (lo siento, no tengo abuelita 😉) que decidí dejarlo tal cual, porque reflejaba mejor que cualquier narración la «experiencia» en cuestión. En algún momento escribí otro episodio de la misma manera, en ese caso por uno de los mencionados bloqueos psicológicos: era tan traumático el suceso que no me veía capaz de narrarlo; sólo podía rememorarlo por medio de imágenes. Sin embargo, concluí que ése no «funcionaba» bien y, tras armarme de valor y de paciencia (y superar varias llantinas), logré escribirlo en forma narrativa.

🔵 El lenguaje inclusivo:

He dejado para el final esta «innovación», que fue una de mis primeras decisiones, puesto que quienes me siguen conocen mi obsesión con este tema. En mis escritos académicos ya tengo plenamente dominado el arte de escribir sin masculinos genéricos, con sólo alguna inevitable duplicación (los y las escritoras o las escritoras y escritores). Ahora bien, en una novela el recurso a los términos colectivos o las perífrasis podía restarle fluidez y/o sonoridad al texto, así que opté por utilizar indistintamente genéricos masculinos y femeninos (que me parece, de hecho, el modo más expeditivo de resolver de una vez por todas el engorro del masculino excluyente)… Eso sí: me sentí obligada a poner una «advertencia lingüística» al principio, para no desorientar ―o escandalizar― a quienes en el segundo párrafo lean un nosotras referido a un grupo de tres mujeres y un hombre. Tal vez en mi próxima novela decida liarme la manta a la cabeza y utilizar puros femeninos genéricos 😜.

Y ahora… Invito a todas y a todos a leer la novela 😊.


Notas:

1 Esto es algo bastante común entre las escritoras, puesto que, como señalan Sandra Gilbert y Susan Gubar (mis dos teóricas literarias de cabecera, que generaciones de alumnas han estudiado en mis clases, incluido el curso online que estoy impartiendo en la actualidad, «Mujeres de Libros«) en su texto fundacional Madwoman in the Attic (por si a alguien le interesa, existe traducción al castellano de Cátedra, La loca del desván), la escasez de mujeres en el canon nos impulsa a buscar ―y reivindicar― a nuestras precursoras.

2 Los autores en los que centré mi tesis doctoral (aunque el principal protagonismo fuera para Emeterio Gutiérrez Albelo) pertenecían al grupo tinerfeño tradicionalmente asociado a la revista Gaceta de Arte y el surrealismo, y eran todos hombres, punto. A esa misma generación pertenece Josefina de la Torre, gran poeta grancanaria injustamente olvidada hasta hace muy poco, pero, dada la casi nula comunicación entre Tenerife y Gran Canaria (existía una intensa rivalidad entre las dos islas, el llamado «pleito insular», desde el siglo XIX), su poesía no sigue los mismos derroteros: hay concomitancias entre su poesía y la del Albelo de la primera época (poesía pura), pero no la indagación en la insularidad y la canariedad que emprende el grupo de Tenerife. Dicha indagación la encontramos, en Gran Canaria, en los pintores de la Escuela Luján Pérez (también todos hombres) y, antes, en la época modernista/posmodernista, en autores como Alonso Quesada, Tomás Morales y Saulo Torón.

«La plaza del Diamante» de Mercè Rodoreda en «Mujeres de Libros»

Me complace anunciar que en la próxima sesión del curso online «Mujeres de Libros» analizaremos «La plaza del Diamante» (1962) de Mercè Rodoreda, una magnífica novela escrita en el exilio que muestra, a través del personaje de Natalia («Colometa»), la opresión de las mujeres de clase trabajadora en el marco de la Segunda República, la guerra civil y la primera posguerra.

Inscripción: jcruzf77@hotmail.com. (15 € por esta sesión; 80 € por las siete sesiones restantes)

Programa completo del curso: https://jcruzservicioslinguisticos.com/mujeres-de-libros-ii/

«Nada» de Carmen Laforet en «Mujeres de Libros II»

Me complace anunciar que en la próxima sesión del curso online “Mujeres de Libros” analizaremos “Nada” (1945), la novela revelación de una jovencísima Carmen Laforet, cuyo centenario celebramos este año, que sacudió el mortecino panorama literario de la primera posguerra y sirvió de inspiración para muchas otras escritoras españolas.

Inscripción: jcruzf77@hotmail.com (15 euros por esta sesión; 90 euros por las ocho sesiones restantes).

Programa completo del curso: https://jcruzservicioslinguisticos.com/mujeres-de-libros-ii/

Poemas para una «cuarentena de dolor»: «La vida inacabada», de Lola Alemany

Inspirado por y dedicado a María Jesús, la hermana fallecida de la autora, este poemario está compuesto por treinta y dos poemas y un salmo, que representan, como señala Natalia Alemañy en el preámbulo, «los treinta y tres años que ella no llegó a cumplir» (pág. 9).

Se trata de un libro de duelo y, a la vez, de homenaje, pero tiene también como propósito, según lo explicita la autora en el epílogo, romper la «conspiración de silencio» (título de uno de los poemas) que existe en nuestra sociedad en torno a la enfermedad mental y el suicidio. María Jesús sufría trastorno bipolar y se suicidó (aunque no falleció instantáneamente, sino tras unas terribles semanas en el hospital), y contarlo sin ambages supone arremeter contra muchos tabúes.

Como dice Lola Alemany, nuestra sociedad «[s]olamente nos quiere felices» (pág. 56). Yo añadiría que también nos quiere saludables. La enfermedad, en efecto, está «mal vista»: se oculta, se desatiende, incluso se denigra y estigmatiza. Y, si esto es válido para la enfermedad física, lo es más aún para la enfermedad mental, porque ésta no se «ve», y precisamente a causa de su invisibilidad, se la asocia todavía a la peligrosidad y a la violencia (cuando la mayoría de las personas con enfermedades mentales sólo ejercen violencia contra sí mismas). De ahí que quienes la sufran vivan también con lo que Alemany denomina «autoestigma» (título de otro de los poemas), el cual contribuye a hacer la enfermedad doblemente dolorosa.

También el suicidio sigue siendo un tema tabú, pese a ser la principal causa de muerte no natural en nuestro país. De eso no se habla, porque se piensa ―erróneamente― que el hecho de hablarlo puede inducir a cometerlo. No se habla en los medios, no se habla a nivel político y gubernamental… pero tampoco entre amistades y familia… ¡ni siquiera entre psicoterapeutas y pacientes! Cuando alguien dice que le ronda la idea del suicidio, los y las interlocutoras (y hablo con conocimiento de causa) cambian de tema, como si de ese modo la idea desapareciera, cuando en realidad sería más fácil conjurarla mediante la discusión de los porqués (con lo cual no pretendo ni de lejos insinuar que dichas amistades o familias tengan responsabilidad alguna en lo sucedido; muy distinto es el caso del gremio psicoterapéutico, que sí debería contar con las herramientas y el interés para abordarlo). Porque, como bien señala Alemany, «[l]as personas que se suicidan no quieren dejar de vivir» (pág. 56), sino sólo dejar de sufrir, vivir de otra manera. (Excluyo a las personas con enfermedades terminales, que sí quieren morir porque en su caso no hay alternativa: eligen una muerte digna porque no tienen opción a una vida digna.) Pero:

Esa palabra impensable

impronunciable

¡esa horrenda palabra!

Si se evita, no existen

interferencias. Circunloquios.

Lo que no se dice

no deja rastro.

Nunca pasó.

Borradlo de vuestras mentes,

no torturéis mis oídos

ni la imaginación.

«Palabra inconfesable», La vida inacabada (Valencia: Cuadranta,2021; pág. 38)

En este propósito de visibilizar y normalizar la enfermedad mental y el suicidio, y de transmitir los intensos sentimientos de culpa e incomprensión que este último deja en las personas allegadas «supervivientes«, reside el valor extrínseco de este poemario. Pero quiero hablar también de su valor intrínseco como poesía.

Los treinta y tres poemas (algunos en prosa) están dispuestos de manera aparentemente caótica, como caótico es el proceso de duelo tras la muerte de un ser querido y como caótico debía de ser el estado anímico de María Jesús antes de su suicidio. No siguen un hilo cronológico, sino que alternan, y mezclan, el dolor (un dolor tan atroz que sólo es decible a través de la poesía) y la añoranza tras su muerte, los recuerdos compartidos, las cosas que ella amaba (la bisutería, las especias, las plantas…), la angustia de las semanas en la UCI («Luces de juguete monitorizan / las constantes pendientes de un hilo» [pág. 28]), la incapacidad para comprender su vivencia de la enfermedad y su decisión final, la mayoría dirigidos a esa que ya no está («¿Por qué tan valiosa / te castigaste así?» [pág. 27]), pero también una profunda admiración por la persona alegre y vitalista que fue… Hay poemas escritos en un estilo directo y coloquial, poemas oníricos, poemas abiertamente surrealistas («Mañana es febrero»)…

Y, sin embargo, bajo ese aparente caos subyace una clara intencionalidad: la de ir desvelando poco a poco lo ocurrido a María Jesús. Así, en el poema VI, titulado «Efímera», la hablante dice:

Sin aviso, sin cielo, sin apenas tiempo,

me sobrecogiste con tu vuelo ingrato

que vivo y revivo

y maldigo

tu maltrato […].

(pág. 20)

Más adelante, en el XVI, «Vuelo rasante»:

Ella salta en un paracaídas […]

El paracaídas se enreda

en el ala de un helicóptero

y se posa con ligereza

sobre el capó de un un vehículo extranjero

con matrícula desconocida.

(pág. 33)

Y en el siguiente, «Diana terapéutica»:

Todo es perfecto

si no fuera por un cuerpo

tendido sobre el capó de un Austin Mini […].

(pág. 34)

El suceso se vuelve cada vez más explícito, hasta el brutal poema XX, «Pequeñas horas eternas»:

[…] un alarido atroz e inconfundible

en la acera, un cuerpo

extrañamente vencido

por el peso de la noche,

erosionadas sus entrañas

los conductos cerebrales reventados

por la insoportable presión

de la realidad inventada.

(pág. 37)

Y ya, por último, en el penúltimo poema, «Conspiración de silencio», la terrible palabra: «defenestrada» (pág. 51), esa palabra que, aunque ya la intuyamos (o la sepamos, como en mi caso), nos estremece, porque no estamos acostumbradas a utilizarla más que metafóricamente (en el sentido de «fue destituida de su cargo») o en referencia a hechos históricos antiguos.

En suma, un hermoso y tristísimo poemario que interpela a cualquiera que haya transitado un duelo y/o haya vivido de cerca (o en sí misma) la enfermedad mental y el suicidio, pero también, de paso, a todas aquellas personas que, sin haber sufrido esas situaciones, prefieren mirar hacia otro lado y unirse a la «conspiración de silencio».

El capitalismo robótico salvaje aplicado a la traducción

Thomas Meier (pixabay.com)

El capitalismo robótico salvaje lo invade todo y las máquinas comienzan a reemplazar a las personas en la realización de numerosos oficios. Y, si bien esto puede tener sentido en el caso del trabajo manual (sentido… pero también, de paso, graves consecuencias sociales al aumentar los índices de desempleo), en el caso del trabajo intelectual podría parecer un mero pronóstico alarmista.

Y, sin embargo, ya está ocurriendo. La traducción automática comienza a reemplazar a la traducción humana… con un enorme pero: puesto que las humanas seguimos, y seguiremos, siendo imprescindibles para esta labor, el resultado es una explotación inhumana.


El proceso es el siguiente: se traducen los textos con traductor automático y luego se contrata a traductoras humanas para lo que denominan «posedición«… y que no es otra cosa que una neolengua para disfrazar la explotación. De entrada, el término no tiene sentido: poseditar significaría editar lo que ya está editado; es decir, una segunda edición (revisión, en el vocabulario del mundillo de las traducciones). Sin embargo, en este contexto lo que en realidad significa es retraducir (o, en el mejor de los casos, ya que tanto gusta el prefijo -post, postraducir). Y las tarifas por esa tarea son absolutamente misérrimas, como mostraré más adelante.

En realidad, el proceso de deshumanización y explotación de quienes nos dedicamos a la traducción comenzó mucho antes, con la aparición de las llamadas herramientas TAC o memorias de traducción, que en principio se suponía que ahorraban tiempo… y, por tanto, dieron lugar a una reducción de las tarifas. Personalmente, nunca pude con las dichosas herramientas. Sólo utilicé con cierta frecuencia la denominada Transit Satellite, y porque determinada agencia me lo exigía, y no veía el ahorro por ninguna parte. En todo caso, lo contrario. En primer lugar, porque los proyectos venían habilitados con un glosario y las palabras incluidas en él se traducían automáticamente incluso cuando no eran pertinentes, y resultaba muy complicado corregirlas. (Los glosarios son imprescindibles para unificar terminología cuando se trata de proyectos colectivos; ahora bien, a mí me resultaba más práctico tenerlos en formato Excel.) Por otro lado, los textos, el de origen y el de destino, aparecían en dos columnas y era imposible imprimir ninguno de los dos… Y, aunque soy consciente de que ésta es una carencia personal, yo necesito tener uno de los dos textos impreso porque en pantalla no «proceso» bien lo que leo. Por último, el texto de destino estaba dividido en «segmentos» (a veces de una sola palabra) y había que ir marcándolos como traducidos conforme se iban terminando (si no se marcaban todos, la herramienta no permitía «exportarlos»), lo cual requería varios pasos. Es posible que hubiera otras herramientas más user-friendly, pero nunca me animé a investigarlas. Yo tengo mis propios atajos en Word (p. ej., reemplazar desde el principio las palabras o expresiones que se repiten mucho por su equivalente en la lengua de destino) y estas herramientas me impedían utilizarlos.

Y, aunque hace ya unos años que dejé de traducir a destajo para agencias, mi impresión es que estas herramientas han sido reemplazadas directamente por traductores automáticos. Hace un par de meses recibí un correo de la agencia con la que más trabajaba, en el que se informaba de que las patentes (ésa era mi especialidad para esa agencia: patentes químicas, médicas y farmacéuticas de castellano a inglés [antes de mi doctorado en Filología, saqué una licenciatura y un máster en Ingeniería Química]) pasarían a hacerse automáticamente y se pagaría la (eufemística) posedición a 0,01 euros por palabra… cuando la última tarifa por traducción que me pagaban era de 0,05 euros por palabra (ya de por sí baja, porque las agencias funcionan como intermediarias explotadoras; cuando me hacían encargos directos, cobraba bastante más). Es decir, la quinta parte por un trabajo casi equivalente, porque, aunque teóricamente, con un buen traductor automático, la terminología técnica vendría ya traducida (o no: ¿incluirá el diccionario del robotito nombres de compuestos químicos tales como 1,1′-(2,2,2-tricloroetiliden)bis(4-clorobenceno)), la redacción, no… y las patentes solían estar pésimamente redactadas (a menudo me preguntaba cómo era posible que se las aprobaran si no eran capaces de describirlas): recuerdo frases de hasta veinte líneas de largo, llenas de subordinadas y en las que a menudo había que «adivinar» a qué antecedentes respondían los dicho, la misma, éstos... Si esta humana que soy yo se perdía, no me imagino qué podrá sacar en claro una máquina.

El estímulo para escribir una entrada sobre este tema fue un anuncio que vi hace unos días en un grupo de Facebook de traductoras y traductores: buscaban ídems que poseditaran la traducción automática de novelas románticas… por la friolera de 0,008 dólares por palabra… equivalente a menos de 0,007 euros; es decir, menos de 0,7 céntimos; es decir, menos aún que la tarifa que me propusieron para las patentes… y esto desde EEUU, donde los salarios son bastante más altos que aquí (también lo es el coste de la vida).

El quid de dicha entrada iba a ser mostrar por qué el trabajo de (eso que llaman) poseditar es casi el mismo que el de traducir desde cero, basándome no sólo en vaguedades (la dificultad de corregir textos traducidos por no profesionales, tarea en la que tengo bastante experiencia), sino en ejemplos concretos… y me daba una pereza inmensa ponerme a trastear con traductores automáticos.

Pues bien… A la mañana siguiente (3 de noviembre) me encontré casualmente (¿telepatía?) en mi correo, en el boletín de elDiario.es Al día de Juanlu Sánchez, un comentario sobre este tema y un enlace a un artículo del blog En la luna de Babel titulado «Traducción automática y TAV: Poseditar subtítulos». En él, la autora, Scheherezade Surià, da abundantes ejemplos de los abundantes errores que cometen las máquinas, con experimento incluido.

El experimento consistía en traducir desde cero un texto (en este caso para subtitulado), poseditar una traducción automática… y comparar el tiempo invertido en cada una. Resultado: Desde cero, 9 horas 43 minutos; poseditado, 7 horas 6 minutos. Menos de un 30% de «ahorro». Y, sin embargo, las tarifas de «posedición» son hasta siete veces inferiores a las de traducción (y de traducciones mal pagadas, vuelvo a matizar). Por otra parte, el experimento sólo mide el tiempo bruto, no lo que sufre la traductora intentando sacar sentido de donde no lo hay.

Hay que tomar en cuenta además que, al ser de subtitulado, el experimento se realizó puramente con diálogos, por lo que las dificultades residirían sobre todo en los coloquialismos y las frases hechas. Es decir, en una novela con diálogos, pero también descripciones poéticas, metáforas, subordinadas, incisos, guiños intertextuales, etc., el «ahorro» debe de ser casi nulo.


Los traductores profesionales conservarán sus trabajos durante, al menos, 20 años más.

Dicho por el director general de una de estas empresas fabricantes de máquinas traductrices y citado en el artículo de Surià.

Probablemente dentro de veinte años yo ya no estaré por aquí para quejarme, ni como traductora ni como lectora, pero sospecho que quienes aman la literatura tendrán que volverse políglotas para leerlo todo en versión original o, de lo contrario, limitarse a leer en su lengua materna. Un poco distópico, sí.

«Emoji», «güisqui», «ferris»… : Los extranjerismos, la RAE y yo

En una entrada anterior, una de mis sugerencias para la corrección de los propios textos literarios era: «En la duda, verifica«. En otra entrada, enfocada en los textos académicos, decía: «Verifica todo, verifica siempre«, refiriéndome a datos objetivos, como fechas, nombres propios, términos científicos, etc.

En la primera de esas entradas, confesaba que a menudo, sobre todo en los borradores definitivos de mis textos literarios y mis traducciones, me entraban dudas «tontas» y que eso es perfectamente normal… incluso muy sano. Ahora bien, hay un ámbito en el que siempre que escribo en castellano me surgen dudas: los extranjerismos. Siempre compruebo si están aceptados por la RAE (en cuyo caso se escriben con letra redonda), si no lo están (en cuyo caso se escriben con cursivas) o ―y esto es lo que más desconcierto me causa― si están aceptados, pero castellanizados.

Y es que, al igual que en otros aspectos que ya he criticado en este blog (el tildicidio llevado a cabo en 2011 o la fobia de los académicos [masculino genérico porque a las mujeres ni se las oye] a todo lo que suene remotamente a lenguaje inclusivo), la RAE es radicalmente arbitraria. Mientras que acepta e incorpora extranjerismos recién nacidos (casi todos anglicismos), con o sin equivalente en castellano, deja fuera otros de uso muy extendido y/o los castellaniza de modo antinatural. En este último caso, cuando se trata de mis propios escritos (con los ajenos me ciño estrictamente a la norma académica), yo prefiero la ortografía original y, por tanto, mantengo las cursivas.

Aclaro que no soy lexicógrafa (mi doctorado es en literatura), por lo que no valoro las (a menudo inescrutables) decisiones de La Venerable como «experta», sino sólo como amante de las lenguas y como escritora, traductora, correctora y editora. Y lo que sigue no pretende ser un estudio sistemático, sino sólo una muestra aleatoria de palabros que, por un motivo u otro, me sorprenden o perturban.


De Gerd Altmann, tomada de Pixabay

🟣 Incorporaciones raudas

¿Desde cuándo está entre nosotras la palabra emoji? ¿Un par de años? ¿Un poco más, tal vez? Yo la descubrí hace poco (la tecnología no es lo mío) y también hasta hace poco pensaba que era lo mismo que emoticono (y no: emoticonos son sólo los que se pueden diseñar utilizando el teclado). Pues bien: ya está incorporada al Diccionario de la lengua española. Yo, sin embargo, la sigo escribiendo con cursivas, porque no la pronuncio /emóji/, sino /emóyi/, como en japonés (aunque no hablo japonés). ¿Había realmente tanta urgencia? ¿No se podría, en su lugar, usar emoticono, que es más elocuente? (Cierto que la palabra japonesa no tiene que ver con las emociones ni todos los emojis expresan emociones, pero sospecho que su popularidad inicial se debió precisamente a esto.)

Y, mientras, la palabra género (que, por motivos que ahora mismo no vienen al caso, he empezado a evitar), en el sentido de «grupo al que pertenecen los seres humanos de cada sexo, entendido este desde un punto de vista sociocultural en lugar de exclusivamente biológico», tardó décadas en incorporarse al DLE (no he podido confirmar la fecha exacta, pero me consta que en la edición de 2001 no lo estaba aún) dizque porque se trataba de un anglicismo (y no lo es: la palabra gender se tomó prestada del término gramatical, exactamente como en su «traducción» al castellano). Otro ejemplo, con menos implicaciones ideológicas, es boutique, que lleva también décadas en nuestro vocabulario pero todavía debe escribirse con cursivas (de todos modos, hay que felicitarse por que no se les haya ocurrido castellanizarla a butic). Y, ya que hablamos de japonesismos, llevamos mucho más tiempo comiendo sushi que usando emojis… y sushi todavía debe escribirse con cursivas.

🟣 Castellanización de la ortografía

¿Puede haber una palabra estéticamente más fea que güisqui? Pues es la ortografía que recomienda la RAE para whisky, mientras que la ortografía original sigue figurando en cursivas, aunque creo que muy pocas personas siguen ya esta norma. Por continuar con el campo semántico de las bebidas alcohólicas, coñac y champán se leen bien… y suenan bien. En cambio, güisqui suena a persona poco instruida (a mí me hace pensar en aquella canción del año catapum Saca el güisqui, cheli, para recordar…), entre otras cosas porque ésa no es la pronunciación en inglés (de donde se ha tomado, aunque el origen sea gaélico). En todo caso, sería huisqui (le he añadido una hache por motivos estéticos)… que suena más bien… quechua. (Acabo de descubrir que La Venerable también acepta wiski, pero tampoco es muy estética que digamos.)

También me parecen «feas» palabras como trávelin o márquetin (aunque esta última no está aún incorporada al DLE, es la ortografía que recomienda la RAE). O espóiler, que he leído que está próxima a entrar. Sobre todo porque en los dos últimos casos existen palabras en castellano para designar lo mismo: mercadotecnia (que, por cierto, es la palabra de preferencia en muchos países latinoamericanos) y destripar (en lugar de hacer un spoiler). Y no, no soy una purista anticuada. Considero que todo mestizaje, ya sea lingüístico o cultural, es enriquecedor, pero no cuando se limita a la adopción indiscriminada de la lengua del imperio, que es de donde se toma la mayoría de los préstamos actuales.

¿Y qué me dicen de clínex? De nuevo, hay un modo perfectamente válido de nombrar este objeto en castellano ―pañuelo de papel o desechable, o incluso pañuelo a secas, pues pocas personas usan ya los de tela―, pero, puestas a ahorrar palabras, habría que usar kleenex, que en su origen era una marca de ídem.

También fea es reguetón, también incorporada a toda velocidad a partir de reggaeton. Sin embargo, en este caso me molesta menos: la música y ―sobre todo― la letra son tan feas por sí mismas que poco me importa la ortografía.

Y luego están las incoherencias a la hora de castellanizar. P. ej., las palabras francesas chalet, carnet y ballet son análogas. Las dos primeras están aceptadas en el DLE tanto con su ortografía original como con terminación en (chalé y carné), aunque yo prefiero la primera. Ballet, en cambio, sigue requiriendo cursivas. ¿Tal vez porque la doble ele no se pronuncia igual que en castellano? ¿Pero entonces por qué no proponer balet o balé (como palé, aunque ésta proviene del inglés pallet)? ¿Quizá porque la danza es una de las bellas artes y es más chic mantenerla en francés? Como dije, los caminos de la RAE son inescrutables.

🟣 Discordancias gramaticales con la lengua de origen

Quizá sea este aspecto el que más me molesta y supongo que debo achacarlo a mi dominio de ―y amor por― otras lenguas. Una de mis dudas recientes (que tuve que verificar para mi novela) fue la palabra ferry, que se escribe así en todo tipo de anuncios. Pues bien, la ortografía dictada por La Venerable es ferri y el plural, ferris. Y, francamente, como anglohablante que también soy, no puedo evitar percibirlo como una falta de ortografía. Así que, cursiva en ristre, decidí usar ferry y ferries. Y, por cierto, si tanto molesta la ortografía inglesa, ¿por qué no se prohíbe (a la RAE le encantan las prohibiciones) su uso y se impone el equivalente castellano, transbordador? Tengo el mismo problema con selfi (de selfie, también ya incorporada al DLE): me veo incapaz de pluralizarla como selfis (yo la escribo selfies). Claro que en este caso no existe una palabra previa en castellano: la propuesta de la RAE de utilizar autofoto no creo que tenga demasiado éxito.

Por motivos similares a los expuestos, me molesta también que el plural de test no lleve -s (dizque la población hispanohablante no puede emitir el sonido -sts). Y, aunque lo sé, cada vez que leo test como plural siento el impulso de empuñar el rotulador rojo. De hecho, no se me ocurre ninguna palabra en castellano con plural invariable (salvo cuando el singular termina en -s, que no es el caso aquí). Aparte de que ésta es otra palabra con equivalente exacto en castellano, prueba o análisis, dependiendo del tipo de test. Si tan impronunciable es en inglés, ¿por qué no ceñirnos al castellano?

Pero mis obsesiones no se limitan a los anglicismos: también me molestan los traslados incorrectos del francés. Por ejemplo, respecto a la expresión déjà-vu, que por cierto me encanta, me molesta que la RAE la escriba déjà vu, sin el guión (aunque no está en el diccionario), mientras que en francés lleva el guión porque déjà vu no es un sustantivo, sino un adverbio más un participio (p. ej., je l’ai déjà vu = ya lo he visto). Por tanto, yo continuaré escribiéndola con su guión.

Y, siguiendo con el francés, me encontré hace poco (desde que empecé a escribir esta entrada no hago sino acumular ejemplos) con la palabra naíf. Comprobé que está incorporada al DLE, donde también se recoge sin tilde (naif), pero… No sólo le han quitado la bonita diéresis del francés, sino que figura como invariable en términos de género (el femenino en francés es naïve). Y también en este caso seguiré feminizándola como corresponde, eso sí, con sus cursivas (p. ej., pintura naïve).


Y, tras este despotrique (palabro perfectamente aceptable, por cierto) quizá un tanto naíf, me voy de compras a una boutique y luego me comeré un buen sushi con un buen vasito de güisqui (lo necesitaré para soportar el reguetón de fondo). Ya colgaré los selfis con los emojis correspondientes 😜.