Por un feminismo abolicionista e interseccional: A modo de manifiesto

En la profunda entrevista que me hizo Yasmina Romero Morales el pasado 8 de febrero sobre mi novela Todas las islas la Isla, como parte del ciclo «Nuestras autoras y sus libros» de Clásicas y Modernas: Asociación por la Igualdad de Mujeres y Hombres en la Cultura (se puede visionar aquí), una de las primeras preguntas fue dónde me posiciono con respecto al feminismo o, como dicen algunas, los (presuntos) «diversos feminismos».

Respondí que, de entrada, me resulta llamativo que el feminismo sea el único movimiento político al que se le cuelga el plural: no se habla de los marxismos o los ecologismos, por citar sólo dos. (Se suele hablar de los fascismos, pero en referencia a las variantes nacionales de dicho ideario durante el período de entreguerras del siglo XX [fascismo italiano, nazismo, falangismo, etc.], no para hablar de cada movimiento en el interior de un mismo país.) Y que esa (falaz) pluralización sólo sirve para diluir el feminismo.

En mi opinión, en el contexto actual de vertiginosa pérdida de los derechos tan arduamente conquistados, agravado en España por el borrado integral de la categoría mujer como sujeto político decretado por la Ley Trans que entró en vigor el pasado 2 de marzo, existe UN solo feminismo, el feminismo radical, es decir, el que va a la raíz de las opresiones que sufrimos por cuestión de sexo. Un feminismo abolicionista de:

🟣 La prostitución y la trata

🟣 La pornografía

🟣 Los vientres de alquiler

🟣 La llamada «autodeterminación de género» y el género mismo

Dije también que el mayor peligro para nuestros derechos no proviene ya del llamado feminismo liberal, porque, si bien éste no es abolicionista ni de la prostitución ni de los vientres de alquiler, al menos no cuestiona nuestra existencia como mujeres. El verdadero peligro reside en el transactivismo, que no sólo ha conseguido borrarnos en términos legales, sino que ha cooptado nuestro discurso, vaciando de contenido conceptos como género (que era el conjunto de características atribuidas social y culturalmente a cada uno de los sexos, y ahora es sinónimo de sexo biológico) y lenguaje inclusivo (que antes se refería a un lenguaje que no invisibilizase ni subordinase a las mujeres, nombrándonos, y ahora se refiere a esa terminación en -e que nos invisibiliza doblemente).

Añadí, sin embargo, un importante matiz: discrepo rotundamente del feminismo abolicionista teorizado y politizado en la actualidad en España por su absoluta negativa a considerar la interseccionalidad1 como un hecho vivencial y político. Ello no quiere decir que defienda un feminismo otro, sino ese mismo feminismo pero con una conciencia político-social más allá de la categoría sexo. Porque las mujeres no somos sólo mujeres, sino que, salvo unas pocas privilegiadas (que son, por supuesto, las que poseen la formación y ―sobre todo― el tiempo libre ―y/o remunerado― para elaborar sus ideas y los foros para difundirlas), estamos atravesadas por diversas opresiones: de clase, de raza y de otros condicionantes como la discapacidad. Y, aunque la opresión por razón de sexo sea transversal a todas, no podemos ―ni debemos― limitar nuestra lucha a ella. Usando la terminología de Gayatri Spivak, somos las subalternas de los subalternos: estamos, pues sujetas a una doble (o triple o cuádruple) subalternidad y tenemos que luchar simultáneamente contra todas ellas. Porque, aunque los hombres de nuestro(s) otro(s) eje(s) de opresión nos subalternicen, si contribuimos a reducir la subalternidad que compartimos con ellos, también estaremos reduciendo la nuestra, ya que, ojo, en nuestra subalternización también participan alegre y conscientemente las mujeres de los grupos dominantes.

«Esto» de la interseccionalidad no es para mí una mera cuestión teórica, sino algo que he vivido y sigo viviendo en mi propio cuerpo.

🌐🌐 Yo viví dieciocho años en EEUU como mujer racializada y mi activismo (básicamente circunscrito a la universidad) tenía dos frentes: el machismo y el racismo. Dependiendo del contexto, mi afinidad (iba a decir identidad, pero éste es otro término que se ha vaciado de contenido) se hallaba con las mujeres en general o con la población latina, también en general. En las luchas feministas, mis compañeras latinas y yo nos aliábamos con las compañeras gringas, pero en las luchas antirracistas nos aliábamos con las y lOs compañeros latinos… por la sencilla razón de que las compañeras gringas se aliaban con los hombres gringos. ¿Deberíamos habernos quedado de brazos cruzados? ¿Habría que decirles a las mujeres afroamericanas que participan en el movimiento #BlackLivesMatter que, puesto que la policía por lo general sólo asesina a hombres (negros) y que estos hombres las oprimen a ellas, deberían quedarse en casa y esperar a que el racismo se diluya por sí solo?

🌐🌐 Aquí en España no soy mujer racializada, pero (además de una situación económica precaria sobre la que no daré detalles) tengo una discapacidad y también en este caso mis afinidades fluctúan entre las mujeres en general (sanas y «enfermas») y la población «enferma» (que, lamentablemente, nunca formará un colectivo con capacidad para reclamar nuestros derechos, puesto que incluye a personas de ambos sexos, de todas las clases sociales, de todas las etnias y de todas las ideologías). Y pongo un ejemplo muy clarito. Hace dos años, cuando el plan de vacunación anti-covid del Ministerio de Sanidad no contempló a las personas de riesgo como grupo prioritario (algo que sí hicieron todos los demás gobiernos del mundo occidental), mi lucha estaba con las personas como yo. En otras palabras, para mí tenía más derecho a la vacuna un hombre machista, racista y homófobo, pero enfermo, que una mujer feminista y de izquierdas, pero sana y perteneciente a un gremio privilegiado (funcionarias, farmacéuticas, etc.), porque con el machista-racista-homófobo en cuestión yo compartía la necesidad de la vacuna. Esta decisión eugenésica del gobierno central (presuntamente de izquierdas, no lo olvidemos) normalizó la discapafobia en este país, a la que se sumó también alegremente el movimiento feminista, con algunas de cuyas miembras he mantenido desde entonces enconados ―y muy dolorosos― debates en las redes (y ya no estoy hablando de las vacunas).

Y ahora la gran pregunta: ¿Por qué tanto rechazo al concepto de interseccionalidad? Creo que existen varios motivos, aparte del hecho, ya mencionado, de que las teóricas de referencia en este país son mujeres blancas, burguesas y sanas, es decir, triplemente privilegiadas, que sólo han sufrido la opresión por razón de sexo. Pero hay más:

🟣 A menudo se confunde (¿interesadamente?) con el relativismo cultural, que consiste en aceptar determinadas opresiones contra las mujeres con la excusa de que pertenecen a su cultura y no debemos inmiscuirnos en ellas. Y, por supuesto, no es así: hay derechos humanos universales inalienables (a la libertad y a la integridad física, entre otros) cuya violación no es justificable en ningún caso. Tomar en cuenta la interseccionalidad no implica obviar dichas violaciones, sino simplemente entender la posición de sujetos (doblemente subalternos) de las mujeres que las sufren.

🟣 En sus inicios uno de los ejes de la interseccionalidad lo constituía la orientación sexual, por lo que incluía al colectivo LGBT, cuando la T representaba a un exiguo colectivo, mientras que en la actualidad la variable orientación sexual ha sido cooptada también por el movimiento queer. Sin embargo, el hecho de que algunas activistas de este último prioricen la opresión del (antaño exiguo) colectivo trans por encima de todas las demás, incluida la de sexo, no justifica ignorar las determinadas por razón de clase, de raza y de discapacidad.

🟣 Está todavía fresco el recuerdo de tantísimos revolucionarios (varones) que insistían en que lo prioritario era hacer la revolución contra el sistema socioeconómico imperante y ya después, si acaso, se ocuparían de los derechos de las mujeres. A riesgo de repetirme, diré que el concepto de inteseccionalidad no va por ahí, sino por la convicción de que todas las luchas deben ser simultáneas. Lo cual no quiere decir, por cierto, que ninguna feminista tenga la obligación de luchar en todos los frentes, sino sólo respetar que otras lo hagamos. Y remito aquí a tantas mujeres revolucionarias que el feminismo entroniza como referentes… pero al parecer sólo de boquilla: Flora Tristan, Louise Michel, Clara Zetkin, Rosa Luxemburgo, Audre Lorde…


Sé que este «manifiesto» no me va a granjear demasiadas simpatías entre mis compañeras abolicionistas. ¿Por qué lo publico entonces? Porque estoy harta de autocensurarme (llevo un par de años haciéndolo) y porque percibo que el movimiento feminista abolicionista está girando cada vez más a la derecha (como en general toda la sociedad española, cuyo conformismo y pasividad frente a la creciente precarización de colectivos cada vez más amplios critiqué recientemente en un artículo sobre la última novela de Almudena Grandes). Unos días antes del 8 de marzo se celebraron unas jornadas abolicionistas bajo el patrocinio de una tal Asociación Española de Feministas Socialistas (FeMeS), como si en este país el socialismo fuera algo más que un neoliberalismo con falso barniz humanitario, y en ellas participaron mujeres con altos cargos en el PxxE, ese mismo partido que, en connivencia con el Ministerio de Igual-dá de P*demos, ha aprobado la Ley Trans. Aparte de una monumental hipocresía, me parece de una ingenuidad pasmosa. ¿En realidad creen que podremos conseguir la igualdad dentro de un sistema socioeconómico neoliberal? Entiendo que el partido que nació anunciándose como la «verdadera izquierda» resultó ser más misógino aún (sin ser tampoco de izquierdas). Pero la solución no es tirarse de cabeza en un partido de derechas (el PxxE lo es), sino intentar crear una verdadera alternativa abolicionista, interseccional… y de izquierdas.


Nota:

1 El término fue acuñado dentro del ámbito jurídico por la activista e investigadora afroamericana Kimberlé Crenshaw en 1989 y posteriormente incorporado a las ciencias sociales por activistas, escritoras y pensadoras afroamericanas y chicanas en EEUU.

¿No que era «el año de las mujeres»?: Premios Goya 2023

Siempre bromeo con que, para ser cineasta de éxito en España, hacen falta dos condiciones: 1) Ser hombre, y 2) Tener un apellido cuatrisílabo (Almodóvar, Amenábar, Aranoa o… Sorogoyen). Broma que nuevamente se ha materializado como realidad en esta edición de los Goya.

Pero en realidad de broma tiene poco. De hecho, acabé muy frustrada porque se había repetido hasta la saciedad que éste era «el año de las mujeres» y al final pasó lo de siempre: el cuatrisílabo de turno arrasó con todo. En términos de nominaciones, sí era el «año de las mujeres»: por primera vez en la historia había total paridad en las nominaciones a los premios «importantes» (60% en Mejor Película y 50% en las categorías de Mejor Dirección, incluida la «normal» y la novel)… pese a que las mujeres sólo dirigen el 20% de los largometrajes de ficción que se producen en España, señal de que sus películas son por lo general mejores… ¡¡Y les ha ido peor que cuando estaban peor representadas!! ¿Se habrán sentido amenazados los señoros y por eso han tenido que demostrar que el coto sigue siendo suyo, además con películas en las que, hasta donde puedo ver sin haberlas visto, casi no hay mujeres (As bestas y Modelo 77)? Creo que Susi Sánchez, que recibió uno de los primeros premios de la noche (Mejor Actriz de Reparto por Cinco lobitos), ya se lo temía y por eso lanzó ese magnífico discurso sobre las «pocas puertas» que todavía se les abren a las mujeres en el cine. (Se puede escuchar el discurso aquí.)

🌐🌐 Dije arriba que las películas de autoría femenina son por lo general «mejores» que las de autoría masculina. Esto no tiene que ver con ninguna presunta superioridad de las mujeres en cuanto a talento cinematográfico o de otro tipo (para mí, mujeres y hombres son iguales en capacidades intelectuales y artísticas), sino a sus circunstancias. Las mujeres tienen muchas más dificultades que los hombres para conseguir financiación, por lo que los proyectos que la reciben son forzosamente mejores que los de los hombres, a quienes la financiación se les concede con mucha más magnanimidad. Por otra parte, debido a todos los obstáculos que les impone el patriarcado, suelen iniciarse más tardíamente en la dirección, de tal manera que, cuando por fin logran dirigir, han pasado por muchos otros «oficios» dentro del mundo del cine y tienen, por tanto, más rodaje. Con ello no pretendo insinuar que sea «bueno» que se topen con tantos obstáculos: la verdadera igualdad se alcanzará, como en todos los ámbitos, cuando las mujeres hagan tantas películas mediocres como los hombres sin ser crucificadas por ello. 🌐🌐

He empezado esta entrada quejándome del «arrasamiento» de Rodrigo Sorogoyen. Vaya por delante que todavía no he visto As bestas (no ha llegado a las plataformas, que es donde único puedo ver cine debido a mis limitaciones físicas)… Ahora bien, sí vi (y en el cine, además) El reino, también multipremiada, y me pareció un auténtico pestiño (tampoco me gustó Madre, aunque ésa no recibió ningún premio), y tengo fresco aún el recuerdo de la que arrasó el año pasado (El buen patrón, de otro cuatrisílabo, Aranoa), que me pareció penosa, además de ofensiva hacia las mujeres y la clase obrera en general. En todo caso, no puedo pronunciarme sobre su calidad y no quiero prejuzgar. También me faltan por ver, por el mismo motivo, Modelo 77 de Alberto Rodríguez, la otra gran ganadora de la noche, Cerdita de Carlota Pereda y La maternal de Pilar Palomero. En el análisis que sigue asumiré que tanto As bestas como Modelo 77 son estupendas películas… e intentaré dilucidar el porqué de su superávit de premios en comparación con las dos de autoría femenina con más nominaciones, Cinco lobitos de Alauda Ruiz de Azúa y Alcarràs de Carla Simón. (Lo suyo sería esperar a verlas todas para escribir este artículo, pero para entonces, dentro de un mes, todo el mundo habrá olvidado ya los Goya.)

🟣 Pero primero unos apuntes sobre las películas de autoría femenina:

🌐 Cinco lobitos me pareció una película sencillamente perfecta y estoy segura de que, aunque me gusten las que todavía no he visto, seguirá teniendo mi predilección absoluta. De hecho, fue la única película de autoría femenina que se llevó algo: los dos premios a Mejor Actriz (protagonista y de reparto) y el de Mejor Dirección Novel (por sexto año consecutivo lo gana una mujer, otra evidencia de lo que digo arriba). Por su parte, Cerdita conquistó el de Mejor Actriz Revelación para Laura Galán. No es tampoco casualidad, por cierto, que los premios a mejores actrices suelan recaer en películas de autoría femenina: las cineastas suelen crear personajes femeninos más redondos, más profundos y más creíbles (menos estereotipados y sexualizados, vaya) que sus compañeros varones… y ello permite que las actrices den lo mejor de sí mismas.

🌐 Por lo que respecta a Alcarràs, aunque confieso que no me fascinó (pero éste no es el lugar para explicar los porqués), me resultó incomprensible que haya sido la elegida por la Academia para representar a España en los Óscar… ¡¡y se haya ido de vacío en los premios que concede esa misma Academia!! ¿Acaso era maravillosa hace tres meses y ya no? (Empiezo a pensar que, como los de la RAE, los caminos de la Academia de Cine son inescrutables.)

🌐 Y un último apunte, éste sobre la categoría Mejor Largometraje Documental. Había dos grandísimos dirigidos por mujeres y sobre mujeres: A las mujeres de España: María Lejárraga de Laura Hojman y El sostre groc de Isabel Coixet. Personalmente, no habría sabido elegir entre los dos, aunque se lo habría dado a Hojman porque Coixet tiene ya varias estatuillas. Me dirán que el ganador, Labordeta, un hombre más, está codirigido por una mujer (Paula Labordeta junto con Gaizka Urresti). Vale, sí… Pero es sobre un hombre, maravilloso y todo lo que quieran, pero hombre al fin, y que en vida recibió todo el reconocimiento que le fue negado, por ejemplo, a María Lejárraga.

🟣 Y ahora sí la comparación entre las dos películas masculinas multipremiadas y las dos femeninas que deberían haberlo sido. Reitero mi premisa de que, como no he visto las dos primeras, no puedo comparar calidades, sino sólo otros elementos, aquéllos que saltan a la vista aun sin ―valga el juego de palabras― haberlas visto. Y son:

🌐 As bestas y Modelo 77 están todavía en cines, por lo que la lluvia de premios contribuirá con toda seguridad a engordar aún más la taquilla, que es al fin y al cabo lo único que parece que cuenta. En cambio, Cinco lobitos y Alcarràs se estrenaron «hace muchísimo tiempo», por lo que imagino que se consideran ya «amortizadas» (aunque las repusieran gracias a los premios recibidos, el impacto sería menor que para las que han seguido ininterrumpidamente en cartel).

🌐 As bestas y Modelo 77 cuentan con presupuestos mucho mayores, lo cual no es ninguna sorpresa: como promedio, los presupuestos de las películas de autoría masculina son el doble de los de autoría femenina. Y los mayores presupuestos se traducen en más personajes, más vistosidad y (¿sobre todo?) más parecido con el cine hollywoodense, que, por lo que parece, sigue siendo el baremo por el que se miden las demás filmografías del mundo mundial. Sin contar que, a mayor presupuesto, más promoción, porque las productoras tienen más dinero que recuperar. Y, a más promoción, más taquilla. En concreto, As bestas tiene una formidable campaña de marketing detrás: prácticamente no hay día en que no me salga publicidad sobre ella en mi sección de noticias de Facebook, en la que se me indica el número de espectadorEs (las espectadorAs somos invisibles) casi uno por uno.

🌐 As bestas y Modelo 77 son películas casi enteramente protagonizadas por hombres. Sé que en As bestas hay una mujer coprotagonista, pero en todos los fotogramas que veo «por ahí» sólo aparecen hombres, y Modelo 77 se desarrolla en una cárcel de hombres. En contraste, en Cinco lobitos el protagonismo es casi enteramente femenino, aunque haya un esposo-padre-abuelo con bastante presencia en pantalla (magistralmente interpretado por Ramón Barea, quien también habría merecido un premio) y un esposo-padre que se ausenta de sus responsabilidades. No es el caso, sin embargo, de Alcarràs, donde el protagonismo está bastante repartido entre mujeres y hombres, y, aunque sean éstos los que «manejan el cotarro» (la familia mantiene unos roles sexuales muy tradicionales), tal vez haya demasiadas mujeres para el gusto de ciertos señoros, que sólo las quieren en pantalla cuando son objetos sexuales… lo cual no es el caso aquí.

🌐 He dejado para el final el que me parece el motivo determinante para el ninguneo de las dos películas de autoría femenina: la temática. As bestas y Modelo 77, con todas sus diferencias, hablan de conflictos sociales y/o políticos y lo hacen, además, con mucha violencia. Y éstos son los temas que siguen considerándose universales, porque tradicionalmente los han abordado los hombres y porque la violencia siempre ha estado en sus manos. En cambio, Cinco lobitos y Alcarràs son películas que se desarrollan en el ámbito familiar, en el primer caso una familia nuclear (más el esposo-yerno) y en el segundo una familia extensa. De hecho, Alcarràs también lleva a cabo una denuncia político-social y contiene mucha violencia implícita (tanto socioeconómica como machista), pero, como dicha violencia es denunciada y no ensalzada, y como no hay puñetazos ni tiros, tal vez resulte menos «vistosa» para los señoros de la Academia.

Y Cinco lobitos directamente no encaja en las temáticas llamadas «universales», porque habla de mujeres, de cuidados y de roles sexuales, con una dura crítica a estos últimos. La crítica la ha tildado alegremente como película sobre la maternidad, cuando es mucho más que eso (y, aunque fuera «sólo» eso, ello no le quitaría ningún mérito). Y aquí no puedo evitar mencionar una discusión que se planteó en un grupo de cine de Facebook. Una mujer señaló que se había sentido totalmente identificada con la protagonista en su situación de madre primeriza. Un hombre le contestó que, aunque a él le interesan los «temas de mujeres«, la película no le había gustado. ¿¿»Temas de mujeres»?? De acuerdo, la maternidad estrictamente biológica (embarazo, parto y lactancia) lo es, pero el nacimiento de una bebé debería implicar también a los padres. Por otro lado, como dije, no es sólo sobre maternidad: yo no soy madre, y no pude «identificarme» con esos problemas de la protagonista (sí, en cambio, con su estrés como traductora, sujeta a plazos y obligada a aceptar encargos no sólo por los ingresos, sino porque los rechazos suelen ser «castigados» a futuro). Pero me identifiqué, y de una manera total y absoluta, con su papel como hija (para mí, es sobre todo una película sobre la hijidad). De ahí que le preguntara al tipo de Facebook: «¿Tampoco has sido hijo?» (no me respondió). Porque, salvo en el caso de huérfanos criados en orfanatos, todos los hombres tienen o han tenido familias. Pero da igual: como ellos no se suelen implicar en los cuidados, les sigue pareciendo que «la familia» es un tema «femenino», con todas las connotaciones negativas que ello conlleva.


Y lo que iba a ser un simple análisis de unos premios de cine ha terminado convirtiéndose en un análisis sociológico del machismo que continúa impregnando nuestra sociedad y de los valores «masculinos» que continúan determinando qué es buen arte y qué no lo es. En suma, un panorama desolador, más allá de la circunstancia concreta que me ha motivado este artículo.

«Todo va a mejorar»: La extraña distopía de Almudena Grandes

Debatí mucho antes de decidirme a escribir esta reseña. Teniendo en cuenta su todavía reciente fallecimiento y los numerosos homenajes que se le continúan dispensando, es casi un sacrilegio decir algo negativo sobre Almudena Grandes. Aclararé, sin embargo ―y no es una mera excusa―, que, aunque sus novelas nunca me han apasionado (seguí toda su trayectoria hasta El corazón helado), respeto muchísimo su labor de recuperación de la memoria histórica de la guerra civil y el franquismo para un público amplio, una labor divulgativa esencial en este país tan dado a la amnesia.

Quise leer Todo va a mejorar porque me interesa el género de la distopía y tenía curiosidad por ver su planteamiento: su análisis del presente (toda distopía parte de un presente que anuncia ya el futuro distópico) y su «previsión» de adónde nos puede llevar. Y, tras leer la novela, sólo puedo decir que su análisis del presente me ha parecido absolutamente certero (salvo respecto a una cuestión que ya señalaré), pero la previsión distópica me ha parecido un tanto light. Dejaré el final fuera del análisis, puesto que lo escribió Luis García Montero a partir de sus indicaciones y ello explica que resulte un poco precipitado. Aun así, y pese a la sugerente analogía con la lampedusiana «autodisolución» del franquismo, me pareció demasiado «fácil». Por el mismo motivo (es una novela inconclusa), no haré una valoración literaria, sino solamente ideológica.

🟣 El presente (que se adivina entre líneas):

🌐 La dictadura:

En el futuro no tan lejano (todos los personajes recuerdan la «Gran Pandemia» de 2020) en que se desarrolla la novela España vive bajo una dictadura «populista» («no […] inspirad[a] por ninguna ideología, ni de izquierdas, ni de derechas, ni de centro» [pág. 90]) que impone su poder a través del miedo a la enfermedad, la eliminación de la libertad de expresión, incluida la desaparición de Internet, y, por supuesto, la represión. El nuevo régimen es obra de una sola persona, Juan Francisco Martínez Sarmiento, autoproclamado el Gran Capitán, quien lo planificó y montó minuciosamente durante años, con la ayuda de otra única persona, Megan García, y quien permanecerá siempre en la sombra. En esta empresa, cuenta ―valga la redundancia― con la inestimable ayuda del empresariado del país, pues lo que se propone es algo tan insólito (léase con ironía) como conseguir que el empresariado se enriquezca cada vez más:

En su opinión, un sistema estable que facilitara la alternancia en el poder y cultivara la fantasía de la efectiva soberanía popular propiciaba la mejor coyuntura posible para ganar dinero.

Almudena Grandes, Todo va a mejorar. Barcelona: Tusquets, 2022. pág. 15.

Que es exactamente lo que tenemos hoy. Mi única objeción a este planteamiento es que todo ese (no tan) nuevo régimen haya sido puesto en marcha por una sola persona, pues me suena sospechosamente a las teorías conspiranoicas que achacan todos los males del mundo (presentes y por venir) a personajes (individuales) como George Soros o Bill Gates.

🌐 Desinformación y pérdida de la libertad de expresión:

Antes de lo que en la novela se denomina el Gran Apagón y que supone la desaparición de Internet para el grueso de la población, pero cuando el partido del Gran Capitán ya está en el poder, la situación es descrita así:

Esa consigna [«libertad ilimitada para elegir»] había multiplicado las cadenas en una proporción inaudita, casi cincuenta canales nuevos que emitían en abierto, locutores distintos, logotipos distintos, telediarios distintos y exactamente la misma información en todos ellos.

(pág. 41)

Que es casi exactamente lo que tenemos hoy. El casi es el siguiente: no es «la misma información en todos», sino «una de las dos mismas informaciones en todos». Es decir, tenemos un sistema binario perfecto: las cadenas/emisoras/periódicos que se autoproclaman «progresistas» o «independientes» parecen escribir desde el gabinete de prensa del actual gobierno (presuntamente) de izquierdas, aplaudiendo cada una de sus leyes y decisiones, mientras que las cadenas/emisoras/periódicos de la «derecha oficial» (oficial porque, en mi opinión, también la [mal] llamada izquierda lo es), critican todo lo que hace dicho gobierno. Pero en ningún caso se cuestiona el sistema socioeconómico o las estructuras de fondo. Por eso, cuando cambien las tornas, la prensa se comportará exactamente igual, sólo que al revés: quienes aplaudían criticarán y quienes criticaban aplaudirán. En cualquier caso, yo me siento tan desinformada ―y tan amordazada― como los personajes de la novela.

🌐 La literatura:

También clava Grandes el presente en lo referente a la literatura. Cito en extenso porque yo misma habría podido firmar estas palabras, a la vista de las listas de libros más vendidos y de los géneros prevalentes en el ámbito de la autoedición:

Se publicaban, y se vendían, más libros que nunca, pero la ilimitada oferta para elegir en ese sector se circunscribía a tres géneros narrativos, dos poéticos y uno de no ficción. […Por un lado,] una gran variedad de historias de amor que se dividían en dos subgéneros, la inocente novela rosa de toda la vida y la novela romántica con sexo más o menos calenturiento […]. El segundo género existente era la novela histórica situada en pasados remotos […], desde biografías noveladas de personajes célebres hasta multitudinarias sagas familiares […]. El tercer género disponible […] era la novela negra, policías, detectives, psicópatas, asesinos y algún espía.

(pág. 222)

Por su parte, la poesía incluye dos categorías, poesía amorosa/erótica y poesía (muy vagamente) antisistema, y en no ficción pervive un único género, que no es difícil de adivinar: los manuales de autoayuda.

🌐 Pasividad de la población:

Y, frente a todo eso, el grueso de la población se mantiene complaciente, indiferente, pasivo, exactamente como ocurre ahora. Y concuerdo absolutamente con uno de los personajes de la novela, que «se había preguntado muchas veces por qué no reaccionaba la gente, por qué no había protestas ni manifestaciones» (pág. 270). Debo matizar que en nuestra sociedad actual sí hay un colectivo que se manifiesta constantemente, el movimiento feminista, pero de nada sirve porque no nos (me incluyo aunque, por mis limitaciones físicas, no pueda acudir a manifestaciones) escuchan. Pero, en lo referente al régimen imperante, incluida la espiral inflacionista en la que estamos sumidas desde hace un año, todo es silencio. Y yo me siento tan sola como los personajes disidentes de la novela hasta que van descubriendo que hay más personas como ellas.

🌐 Control mediante el miedo a la enfermedad:

Ésta es la gran objeción que me suscita el análisis del presente de Grandes. Los eslóganes del partido (único) en el poder son, parafraseando las tríadas del régimen de 1984 de George Orwell: «LA SEGURIDAD ES SALUD, […] LA SALUD ES VIDA, LA VIDA ES SEGURIDAD» (pág. 105). Y es que, tras la Gran Pandemia de 2020, el nuevo régimen se ha inventado tres más, con sus respectivos confinamientos y «nuevas normalidades», y sus vacunas, que son meros placebos. Y, aunque la novela no plantea en ningún momento que la pandemia «original» fuera mentira, la descripción del proyecto maquiavélico de las siguientes se acerca mucho ―demasiado― a las teorías negacionistas respecto al covid y la explicación del proyecto recuerda mucho demasiado― a lo que chillaba cierto partido con nombre de diccionario durante el confinamiento:

El coronavirus nos ha enseñado que es muy fácil confinar a la población de un país entero. Conseguir que sus ciudadanos renuncien voluntariamente a los derechos y las libertades que sus antepasados conquistaron con sangre en una lucha que duró siglos.

(pág. 33)

Por otra parte, la gestión gubernamental de la pandemia que (realmente) sufrimos (y todavía no termina) es radicalmente opuesta a las del futuro distópico: en éstas se exagera el peligro (que, además, es inexistente), se encierra a la población (salvo a las clases privilegiadas) durante meses y se obliga a todo el mundo (salvo a dichas clases) a vacunarse con placebos (¡sólo faltó ponerle un chis a la vacuna para sonar como Miguel Bosé!), mientras que en la real lo que se exageró fue la falta de peligro, tras el confinamiento inicial hubo una negativa total a nuevos confinamientos (incluso cuando había 300.000 nuevos contagios diarios) y no sólo no se obligó a nadie a vacunarse, sino que de entrada se ofreció la vacuna a las clases y los gremios privilegiados y se nos denegó a quienes, por ser personas de riesgo, la necesitábamos con más urgencia.

🌐 ¿Y en resumen?

Tengo la impresión de que, pese a haber diagnosticado tan certeramente nuestro triste presente, Grandes intenta hacer ciertas concesiones a la ideología imperante, por lo que incurre en varias contradicciones. Así, por una parte reconoce que:

Votar cada cierto tiempo no te hace libre cuando tienes que regresar a casa de tus padres sin trabajo y con treinta años, abandonada e impotente, porque te falta el dinero para pagar el alquiler de un piso.

(pág. 476)

Mientras que, por la otra, se hace eco de esa manida (y vacua) opinión según la cual la «democracia» (tal como la conocemos) es el menos malo de los regímenes posibles:

[…] los antiguos partidos políticos de la democracia pudieron llegar a ser insufribles, lentos, llenos de lastres y recovecos, de promesas no cumplidas, pero nunca hubieran alcanzado la temible irresponsabilidad y las crueldades del Movimiento Ciudadano.

(pág. 472)

🟣 Distopía light:

¿Y por qué dije al principio que el régimen que describe Grandes es una distopía light? En parte, como ya señalé, porque muchas de sus características se encuentran ya en germen en nuestra sociedad presente y el nuevo régimen no hace sino llevarlas al extremo. Pero no es el único motivo.

🌐 Sistema político-económico-social:

Al tratarse de una dictadura, hay, naturalmente, represión, pero ésta no se acerca ni de lejos a las de las dictaduras reales que en el mundo han sido… y siguen siendo. Se nos cuentan varios asesinatos de personas disidentes y la persecución de otras, pero en ningún momento se mencionan cárceles, ni campos de concentración, ni personas desaparecidas. En cuanto al sistema económico, no hay paro y todo el mundo parece disfrutar de empleos bien remunerados y vacaciones pagadas (eso sí, forzosas). Tampoco hay grandes desigualdades sociales: las élites viven en urbanizaciones exclusivas (como ahora), pero, más que el dinero, lo que las distingue son los privilegios de vivir sin miedo a los sucesivos virus (saben que son falsos) y con la libertad para respirar aire puro. Pero, aunque se alude a la explotación que sufren las mujeres migrantes que trabajan como empleadas de hogar, no vemos pobreza, ni desahucios, ni personas sin techo. En ese sentido, al menos para la inmensa mayoría de la población que formamos la clase trabajadora, la idea de empleos bien remunerados de por vida (de los que ahora sólo posee el funcionariado) suena más utópica que distópica.

🌐 La situación de las mujeres:

En realidad, no se habla de nosotras. Aparecen varios personajes femeninos con protagonismo y bien dibujados (independientes, fuertes, inteligentes), pero no se habla del papel de las mujeres en esa sociedad. Se insinúa en más de una ocasión que escasean en los puestos de poder o en «trabajos» como el de hacker, y se menciona una agresiva política natalista, pero, por lo demás, no parece haber violencia machista, ni violaciones, ni prostitución (ni tampoco un «borrado» como el que estamos sufriendo mientras escribo). Al contrario: casi todas las relaciones de pareja (todas, por cierto, heterosexuales) que se presentan son felices y las pocas que «fracasan» lo hacen por infidelidades o por distanciamiento ideológico. Entiendo que una sola novela no puede abordar todos los temas, pero, puesto que lo que se presenta es un modelo de sociedad futura, habría sido importante tocarlo aunque fuera someramente.

🟣 Dos objeciones más:

🌐 Lenguaje sexista: En dos ocasiones ―sí, dos, lo cual no permite atribuirlo a un «despiste»― habla de mujeres que ejercen la medicina como médicos (págs. 161 y 189), algo demasiado arraigado aún entre el propio gremio (ciertas profesionales piensan que usar el masculino les otorga más prestigio), pero que incluso la rancia RAE considera incorrecto: las mujeres que ejercen la medicina son médicas, punto.

🌐 Descripción peyorativa de las mujeres migrantes: Aunque una de ellas, Yénifer, tiene un papel importante ―y positivo― en la novela, la descripción de las migrantes que trabajan en una de las urbanizaciones de la élite es cuando menos caricaturesca. Valga la siguiente cita como ejemplo:

Yénifer, Dayana, Peguisú, Eipril, hondureñas, dominicanas, colombianas que escribían sus nombres como los pronunciaban, que hablaban como en las letras de los reguetones, que se reían mucho, y muy alto, cuando se juntaban en el parque los jueves por la tarde.

(pág. 122)

Pese al final esperanzador de la novela, y dadas las similitudes con la España actual, yo no puedo sino suscribir el lema del grupo resistente El Monte: «Nada va a mejorar porque todo es mentira». Así me siento hoy, a finales de diciembre de 2022, sin que haya cambiado el sistema de gobierno ni se haya extinguido Internet.

Después de la autoficción, ¿qué?: Reflexiones con Delphine de Vigan

Pronto hará un año (finales de noviembre) que se publicó mi novela Todas las islas la Isla, después de casi tres años de intenso trabajo (salvo un paréntesis forzoso de varios meses, entre los borradores 3 y 4-5, para dejarla reposar). Mi intención entonces era empezar una nueva novela, que en realidad era un viejo guión de largometraje que ya tenía previsto convertir en novela antes de que la necesidad imperiosa de autoficcionar mis tres años oscuros en la Isla lo devolviese al cajón (lo he contado en una entrada anterior).

Pasaron unos meses antes de poder ponerme manos a la obra, en parte porque todavía me estaba «desintoxicando» de Todas las islas la Isla y en parte porque estaba abrumada de trabajo (de ése que me permite pagarme los «vicios», tales como vivir bajo techo, comer, etc.). A principios de junio me impuse la obligación de empezarla. Al fin y al cabo, tenía ya el guión: al menos para el primer borrador se trataba «sólo» de convertirlo en narración, desarrollando algunas escenas, eliminando las que tenían valor únicamente cinematográfico y, por supuesto, definiendo el estilo global. Me encerré cuatro días en lo que los folletos turísticos llamarían un marco incomparable, lejos de mi casa y, por tanto, del lugar donde se fraguó la anterior, y empecé a reconvertir la historia.

Luego llegó el verano. No puedo decir que me faltara tiempo para dedicarle. Lamentablemente, como en este país nadie trabaja en verano, nadie me encargaba tampoco trabajo a mí. Pasaba largas mañanas piscineando (mi gran pequeño placer en la vida) y tenía entre manos un artículo académico (que terminé a finales de agosto), pero aun así me quedaba tiempo libre. Y, sin embargo, tras elaborar unas treinta páginas de la nueva novela, me quedé estancada. No porque no supiera cómo continuar: el guión seguía ahí. Tampoco a causa de un bloqueo como los que me asaltaban a menudo mientras escribía la anterior, bloqueos ante todo psicológicos ―miedo a confrontar ciertos recuerdos, dificultad para darles forma coherente, necesidad de acercarme a ellos de manera tangencial― que, sin embargo, no me impedían escribir incansablemente día tras día: ahora se trataba de pereza, falta de motivación, desinterés, apatía…

Hasta que descubrí el porqué.


Fue hacia finales de agosto. Tenía interés en leer a Delphine de Vigan, a quien confieso que no había leído, porque su nombre suele salir a colación cada vez que se habla del auge o «moda» de la autoficción (ya he explicado en el artículo antes citado que no comparto esa opinión: que no es la autoficción, entendida como el género literario que antes se denominaba «novela autobiográfica», la que está de moda, sino la etiqueta). Busqué entre sus libros. El más conocido, el que la lanzó definitivamente a la fama y le granjeó varios premios, es Rien ne s’oppose à la nuit (2011; traducido como Nada se opone a la noche), donde bucea en la vida de su madre, Lucile, para intentar entender sus problemas psiquiátricos y su suicidio a los sesenta años. Sin embargo, el que me llamó la atención y decidí leer en primer lugar fue D’après une histoire vraie (2015; Basada en hechos reales), donde habla del «después» de Rien ne s’oppose… (En francés, d’après significa, tal como se ha traducido en castellano, basada en, pero après, sin la preposición de, significa después.)

Y entonces entendí. Entendí que, después de escribir una novela que te implica toda entera, que te sale de las vísceras, que te provoca llanto e infinito dolor, pero aun así te agarra porque sientes que tienes que escribirla, es difícil volver a la ficción pura (como lo fue mi primera novela, Gajos de naranjas [2014]), a contar historias que no te atañen ni te duelen en lo personal. El clic, la revelación, la explicación por fin de mi «bloqueo» se produjo con este pasaje:

Je te parle du geste. De ce qui te colle à ta table. Je te parle de la raison pour laquelle tu te trouves attachée à ta chaise, comme un chien, pendant des jours et des jours, alors que personne ne t’y oblige.

[Te hablo de la disposición. De lo que te mantiene pegada al escritorio. Te hablo de la razón por la cual te ves encadenada a la silla, como un perro, día tras día, aunque nadie te obligue.]

D’après une histoire vraie (JC Lattès, 2015), págs. 107-08. (La traducción es mía.)

Esta novela es también autoficción, aunque más ficción que auto-. De Vigan se inventa una alter ego, un personaje femenino que intenta imponerle su visión de lo que debe escribir ahora: no una ficción, sino seguir excavando en le Vrai (la Verdad) de contar su vida. Según ella, la ficción ya ha sido agotada por el cine y las series, y lo que buscan las lectoras es esa «verdad» de lo vivido realmente. Sus argumentos son muchos. En realidad, toda la novela viene a ser una defensa acérrima del a menudo denostado género de la autoficción. (Mientras escribía este artículo, me llegó la feliz noticia de la concesión del Nobel de Literatura a Annie Ernaux, otra grandísima «autoficcionadora» francesa.)

Debo decir que no comparto esta opinión y, personalmente, no quiero escribir más autoficción. No tengo ningún interés en sumergirme en mi infancia u otras épocas oscuras de mi vida. El impulso para Todas las islas la Isla fue la necesidad de entender la incomprensible «decisión» (siempre con comillas, porque las decisiones implican una valoración entre opciones, un pesaje de pros y contras, una proyección hacia el futuro, y en mi caso no hubo tal) que me encerró en una Isla y en una depresión apática (o apatía depresiva) de la que no pensé que pudiera escapar. (Lo cierto es que, cuatro años y un arduo proceso de excavación arqueológica y plasmación literaria después, sigo sin entenderla, pero al menos logré rastrear los peldaños que fui saltando en mi descenso a los infiernos.) Respecto al resto de mi vida, poco hay que elucubrar: hubo otras malas decisiones, pero, aparte de que tuvieron un sentido en su momento, ninguna dejó graves secuelas. La de la Isla, sí.

Y pese a todo… No puedo evitar identificarme con de Vigan. Posteriormente, leí Rien ne s’oppose à la nuit, que es también, como la mía, una novela autorreflexiva, pues va contando sobre la marcha (eso sí, en más detalle que yo) el proceso de escritura. De resto, no tienen nada en común. Ella se enfoca en la vida de su madre fallecida, incluso desde antes de su nacimiento y, por tanto, de sus propios recuerdos, mientras que yo me enfoqué sólo en mí misma y en un lapso de tiempo acotado (tres años, con analepsis que se remontan cinco años más). Su labor de excavación fue sobre todo de documentación (rebuscar viejos papeles, hablar con el entorno de su madre, etc.); la mía, de introspección y rescate mental de sucesos (por lo general deliberadamente) olvidados. A ella le preocupaban las reacciones de su familia tras la publicación; a mí me preocupó hasta cierto punto la reacción de los personajes secundarios que aparecen en la novela, pero a un nivel muy distinto, entre otras cosas porque no desvelo «secretos» de nadie. Y sin embargo… Sin embargo, me reconozco en su sufrimiento mientras escribe, en sus vacilaciones, en su búsqueda del mejor modo para transmitir la historia de su madre (por ejemplo, pasa de contar a Lucile en tercera persona, como una especie de narradora omnisciente, a contarla en primera persona desde la niña y luego mujer Delphine), en sus pesadillas… Y piensa a menudo en las ganas que tiene de quitarse esa novela de en medio y pasar a otra más light… esa otra que, según vemos en la novela siguiente, ya no la seduce ni motiva.

Parfois je rêve au livre que j’écrirai après, délivrée de celui-ci.

[A veces sueño con el libro que escribiré después, cuando me haya liberado de éste.]

Rien ne s’oppose à la nuit (JC Lattès, 2011), pág. 204. (La traducción es mía.)

Que es lo que me ha pasado a mí. No quiero ni de lejos revivir todo el dolor que me causó revivir esos años según los escribía, pero echo de menos el impulso (lo pienso en francés: élan), la necesidad arrolladora, la sensación de tener entre manos un proyecto de vital importancia (vital en sentido literal, por supervivencia), el reto, que a ratos parecía insuperable, de narrar(me) desde fuera. Esta otra, la nueva que no avanza, no me plantea más reto que el de la escritura misma y eso ahora me parece poca cosa. Me decía en verano que podría planteármela como un divertimento, pero por ello mismo le faltaría vida. Quizá porque siento, como de Vigan, que, después de una empresa como la de Todas las islas la Isla, no lograré superarme a mí misma:

Ce livre était […] une fin en soi. Ou plutôt un seuil infranchissable, un point au-delà duquel on ne pouvait aller, en tout cas pas moi. Après, il n’y aurait rien. La fameuse histoire du plafond de verre, du seuil d’incompétence.

[Ese libro era […] un fin en sí mismo. O, más bien, una barrera infranqueable, un punto que no se podía traspasar; o al menos yo no podía. Después, no habría nada más. El tópico del techo de cristal, del nivel de incompetencia.]

pág. 98.

Porque:

J’avais mis un doigt dans le vrai et le piège s’était refermé. Et désormais, tous les personnages que je pourrais inventer […] ne seraient jamais à la hauteur. De ces personnages fabriqués de toutes pièces, il ne sortirait rien, aucune émanation, aucun fluide, aucun effluve. […] Exsangues, dispensables, ils manqueraient de chair.

[Había metido un dedo en la verdad y el cepo se había cerrado. Y, en adelante, ninguno de los personajes que pudiera inventar […] estaría a la altura. De esos personajes fabricados desde cero no saldría nada, ninguna emanación, ningún fluido, ningún efluvio. […] Exangües y prescindibles, carecerían de carne.]

págs. 352-53.

En mi caso, lo inalcanzable no será tanto la densidad de los personajes o, mejor dicho, el personaje de Nadia (el resto están dibujados sólo a grandes rasgos), sino la densidad experimental que conseguí precisamente gracias a las dificultades para escribir(me): el componente autorreflexivo, el epistolar, el cinematográfico, los juegos lingüísticos y tipográficos, la intertextualidad (de esos aspectos experimentales he hablado en otra entrada). Podría, por supuesto, volver a utilizar alguno(s) de estos recursos, pero sería como repetirme a mí misma… y sin justificación.


Y bueno… Si cuento todo esto, es porque tengo la remota esperanza de que, al plasmarlo por escrito, logre superar el «bloqueo». Ya les contaré si es así.

Las novelas me explican cosas: ¿Hacia una McLiteratura?

Hace algo más de un año publiqué un artículo en este blog en el que destrozaba una novela policíaca de escritora superventas de editorial prestigiosa, entre otras cosas por explicar al público lo que a mí me parecían obviedades: qué es el luminol (¡en una novela policíaca!), la Copa Davis o las FARC, abusando de conectores como «refiriéndose a» para meter la información con calzador.

Posteriormente, decidí que es injusto destrozar, defecto a defecto, una novela concreta, puesto que se trata de un fenómeno muy demasiado― extendido. Por eso, cuando, tras el empacho de wikipeditis que me provocó la última de este tipo que empecé a leer, una novela «seria» (es decir, no policíaca) de editorial prestigiosa y autor/a con premio ídem (por una obra anterior), decidí escribir este artículo, decidí también no especificar cuál ni de quién. Ésta también abusa de los «se refería a» (¿tal vez habría que rechazar de plano cualquier novela en que la voz narrativa utilice ese verbo?) y me explicaba cosas tan abstrusas como qué fue la generación del 27, la Residencia de Estudiantes o la guerra hispano-estadounidense, además de incluir páginas y páginas enumerando las obras de cierto conocidísimo poeta… Y antes de que piensen que me estoy jactando de erudición, diré que también me explicaba «cosas» que desconocía, relacionadas con ámbitos que no frecuento (como la ciencia ficción), pero también en esos casos se me atragantaba: de haber tenido interés en saber a qué se referían esos nombres o títulos, los habría buscado yo solita. (No lo tenía; de hecho, dejé la novela a medias.)


Si tuviera que definir la función de la literatura en una palabra, diría comunicar: comunicar emociones, sensaciones, impresiones, experiencias, peripecias, dolores, alegrías, rebeldías, utopías, distopías… Y también, por supuesto, conocimientos. El problema surge cuando, fuera del ámbito del ensayo (que también es un género literario), una obra transmite conocimientos como un libro de texto o ―peor aún― la Wikipedia, sobre todo cuando son ―o deberían ser― conocimientos de cultura general. No estoy hablando de datos imprescindibles, por ejemplo, en una novela histórica, ni de reflexiones de un personaje o una narradora en torno a algún suceso o alguna figura literaria o histórica, sino de pildoritas de información cada vez que aparece alguna alusión cultural, histórica o política, como las señaladas arriba. Por poner un par de ejemplos extremos de mi invención: 1) «Me dijo que su fantasía era ir a París, refiriéndose a la capital de Francia«. 2) «Le dije que con ese bigotito se parecía a Hitler, refiriéndome al dictador nazi alemán responsable del genocidio de más de seis millones de personas judías y de otros colectivos». ¡Todo masticadito, ea!

No sé si ese «masticaje» lo deciden espontáneamente los y las autoras, o si son las editoriales quienes se lo imponen, pero, en cualquiera de los dos casos, creo que el problema reside en los grandes grupos editoriales, cuyo único interés consiste en sumar ventas y, para conseguirlo, tienen que apelar a todo el público posible con cada libro, en lugar de diferenciar por géneros y niveles. Es decir, todo tiene que ser de lectura rápida y fácil. McLiteratura, podríamos llamarla, si no fuera porque los libros son cada vez más caros.

Lo que queda claro es que los y las lectoras implícitas de esas novelas son personas de bajo nivel cultural y escaso bagaje de (buenas) lecturas. No voy a conjeturar si ello se corresponde o no con el público promedio, pero, si no es así, acabará siéndolo, en plan profecía autocumplida y círculo vicioso: cuanto más se acostumbre al público a una lectura pasiva, sin esfuerzo, sin exigencias, más difícil le resultará afrontar una lectura activa, con lo cual demandará cada vez textos más «fáciles».

🌐🌐 Me parece paradójico (¿o tal vez no lo sea?) que este fenómeno se dé precisamente en una época en la que tenemos, literalmente, cualquier información al alcance de la mano, puesto que casi todo el mundo dispone de un teléfono inteligente con conexión a Internet y lo lleva consigo adondequiera que va. Distinto era antes, cuando, para resolver cualquier duda suscitada por una lectura, había que acudir al diccionario o a una enciclopedia física, algo que sólo poseían las élites. Es más, quienes leen en digital no tienen siquiera que alargar la mano para coger el móvil, pues, al menos con el Kindle (el dispositivo que yo manejo y que compré en su momento por motivos estrictamente económicos ―los libros cuestan la mitad que en papel―), basta con subrayar una palabra o expresión y nos remite al diccionario o a la Wikipedia. 🌐🌐

Textos «fáciles», decía. Para quienes leen, pero también para quienes escriben. Si de verdad piensan que el público carece de una cultura general básica, existen modos más sutiles de «explicar» las alusiones literarias, históricas y de otro tipo sin el fácil recurso al referirse a. (A veces, por cierto, esas «pildoritas» se refieren al propio contenido de la novela, tipo: «―Te llamó Pablo ―me dijo, refiriéndose a mi primo de Madrid», incluso en casos en los que el tal Pablo ya ha sido mencionado antes, como si el público careciese también de memoria.) Las notas al pie son también un recurso fácil, y a menudo explican también obviedades, pero tienen la ventaja de que no interfieren con el fluir de la lectura. Otros, más «difíciles», consisten en incorporar la información a un diálogo ―con lo cual se traslada la presunción de desconocimiento de los y las lectoras a un personaje concreto― o insertarla de manera indirecta mediante perífrasis o reflexiones del personaje al que se le hace el comentario en cuestión.

Por retomar mi (ridículo) ejemplo de París, en lugar de «Me dijo que su fantasía era ir a París, refiriéndose a la capital de Francia«, propongo dos opciones.

Primera:

Me dijo que su fantasía era ir a París.

―¿Adónde? Ya sabes que no estoy muy puesto en geografía…

―La capital de Francia.

Segunda:

Me dijo que su fantasía era ir a París: le fascinaba todo lo francés y, siempre que viajaba a un nuevo país, empezaba por la capital, porque pensaba que era ahí donde se concentraba su esencia.

De acuerdo, son ejemplos algo burdos, pero al menos requieren pensar un poco y, no sólo nos dan la información considerada necesaria, sino que, además, nos cuentan algo sobre los personajes.

🌐🌐 Paréntesis sobre las citas literarias: Cuando en una novela se incluyen citas de otros textos literarios (incluidas canciones), es imprescindible indicar la fuente, por cuestiones de derechos de autoría cuando las obras no están aún en el dominio público y, cuando ya lo están, para evitar posibles acusaciones de plagio. La dificultad surge al abordar textos del dominio público que deberían ser también de conocimiento ídem: ¿debemos también entonces indicar la fuente? En mi última novela, Todas las islas la Isla, incluí numerosas citas literarias y en todos los casos indiqué en nota al pie la referencia. Ahora bien, en determinado momento me surgió espontánea, casi inconscientemente, la siguiente paráfrasis: «viajaba ligera de equipaje, casi desnuda, como las hijas de la mar que me tuvo tanto tiempo estrangulada» (pág. 292). Debatí largo tiempo si debía mencionar la fuente (y el texto original) en nota al pie. Finalmente no lo hice, sobre la base del siguiente razonamiento: ¿Puede haber alguien que no conozca estos célebres versos de Machado? Y, conociéndolos, ¿puede haber alguien que piense que pretendo hacer pasar por mías esas palabras del gran don Antonio? ¿Que estoy plagiando en lugar de rendir homenaje? (En realidad, ni siquiera se trata de un homenaje: son versos que tengo interiorizados desde la adolescencia.) Pero, ante lo que leo por ahí, me he quedado con la duda. 🌐🌐


Hace ya algún tiempo, el escritor mexicano Juan Villoro decía:

Sorprende la creciente
proporción de libros destinados a las
personas que normalmente no leen. En
todas las épocas han existido libros para
quienes sólo leen por excepción, casua-
lidad, morbo o urgencia extrema; sin
embargo, ahora la tendencia dominan-
te consiste en hacer circular libros que
deben cautivar a quienes normalmente
no leen porque, naturalmente, son la
mayoría. Es una situación enloquecida,
como si los fabricantes de vino embote-
llaran para la gente que normalmente
no bebe, o empezaran a hacer vino con
sabor a chocolate o con sabor a té de
hierbas, para que ésos tomaran vino. Este
tipo de circulación es un fenómeno de los
últimos tiempos al que tampoco somos
ajenos como testigos.

Ricardo Piglia. «Escribir es conversar». Letras Libres, 31 de enero de 2008, s.p.

No suscribo del todo su análisis, porque opino que es positiva toda iniciativa destinada al fomento de la lectura, que leer (lo que sea) es mejor que no leer y que la lectura es bastante más importante que el consumo de vino. Pero sí es cierto que cada vez se publican más libros con sabor «a otra cosa»: lo que yo llamaría, en el caso que me ocupa, novelas con sabor a Wikipedia.


Existen otras manifestaciones de eso que yo considero una deriva hacia la McLiteratura: los géneros que copan las mesas de novedades de las librerías y las listas de los libros más vendidos (thriller y novela histórica, tal como se entiende ésta actualmente), la profusión de sagas, con sus trilogías, secuelas y precuelas, o el creciente «enflaquecimiento» de los libros. Pero ésas quedan para futuros artículos.

Las islas en la literatura: ¿Un subgénero en sí mismo?

Durante el siglo XIX y el primer tercio del siglo XX se desarrolló una disciplina denominada «psicología de los pueblos«, según la cual aspectos como la geografía o el clima influyen sobre la psicología individual de quienes habitan una nación o región determinadas. Se trata, por supuesto, de una teoría esencialista y universalizante. Y, sin embargo, no está exenta de fundamento. Está demostrado, por ejemplo, que las zonas con poca luz solar tienen índices más altos de suicidio, aunque a otros niveles ofrezcan una mejor calidad de vida (pienso en los países nórdicos europeos y, dentro de EEUU, en estados como Oregón y Washington). El problema reside en «universalizarlo», puesto que hay habitantes de esas mismas regiones a quienes no afecta la oscuridad o que incluso la disfrutan. En el caso de la geografía, la relación causa-efecto es más difícil de diagnosticar, pero existe al menos un factor geográfico que claramente influye sobre la psicología de (¿gran?) parte de la población: la insularidad.


Los autores de la vanguardia tinerfeña (masculino literal, porque eran todos hombres) analizaron este tema a fondo en su poesía, su prosa literaria y sus ensayos. El que más profundizó en ello fue Pedro García Cabrera, especialmente en el ensayo titulado «El hombre [sic] en función del paisaje» (1930). Y todo lo que plantearon hace casi cien años (1927-1936 son las fechas que enmarcan el movimiento) sigue totalmente vigente: así viví yo esa Isla perdida en mitad del Atlántico, el mare tenebrarum del mundo clásico, durante mi última estancia. Lo único que ha cambiado es que existe menos autoconsciencia entre la población, tal vez porque se piensa que cambia algo el hecho de estar a dos horas y media de Tierra Firme en avión en lugar de a tres o cuatro días en barco, como entonces (y no: la dificultad para «escapar» es la misma, pues el avión es más caro, más inaccesible y más incómodo que el coche, el tren o el autobús)1.

Por todo esto, yo construí mi novela Todas las islas la Isla (de la que he hablado ya en otras entradas, como ésta y ésta) en diálogo intertextual con esos autores y con su mito de referencia, Ulises, como hilo conductor. De ahí el título: Nadia, la narradora-protagonista y mi alter ego confesa, comprende que ésa, su Isla innominada, es un compendio de todas las islas monstruosas de la Odisea, con sus sirenas y Calypsos seductoras, sus Circes, sus Polifemos y sus bebedizos lotófagos. Y el cortazariano juego de palabras, una representación metafórica de la circularidad espacio-temporal que impone la insalvable barrera del mar:

[E]l espíritu tiende a sincronizarse con el mar. Pero este azul movible proyectado en el hombre [sic] engendra acción. Y surge esta sed de caminos, este querer andar, tormentoso. [….] Esta acción de espíritu, comunicada al cuerpo, le hace girar como un tíovivo. Y pronto agota el campo reducido de la isla. Después tiene que pasar y repasar sobre el mismo paisaje. Aquí la bifurcación. O la reiteración en lo ya conocido […]. O el desritmo ―disonancia― como consecuencia de la inacción. […] Un desritmo entre hombres [sic] y paisajes desencuaderna la vida del insular.

Pedro García Cabrera, «El hombre en función del paisaje» (1930).

En la novela también hablo de la insularidad como hecho histórico: centenares de islas que a lo largo de los siglos han sido lugares de destierro, cárceles, campos de concentración y leproserías. Entre otras, menciono a:

Alcatraz y la Isla del Diablo, islas-cárcel; Elba y Santa Elena, islas de destierro; San Simón (Galicia) y Saltés (Huelva), leproserías y luego campos de concentración franquistas; Robben (Sudáfrica), leprosería y luego cárcel; Utøya (Noruega), ratonera en la que murieron sesenta y nueve jóvenes a manos de un neonazi; y así ad nauseam.

Todas las islas la Isla (Editorial Círculo Rojo, 2021), pág. 180.

Por todo ello, creo que la insularidad como contingencia y condicionante va más allá de las reflexiones de un puñado de artistas canarios de hace un siglo. Por la misma época, la vanguardia cubana se planteaba reflexiones similares, pese a la enorme diferencia de tamaño entre una isla y las otras… porque, en este caso al menos, el tamaño no importa: importa sólo la sensación opresiva de a-Isla-miento. Pero también va más allá de literaturas concretas: de hecho, creo que el espacio insular constituye un subgénero literario en sí mismo, huérfano aún de una teoría que lo analice y desmenuce.

No puede ser casual que una de las primeras obras de la literatura occidental, la Odisea, contenga un inventario de islas monstruosas. Y, aunque poco se sabe del autor (dada su misoginia, asumo que es un hombre), apostaría cualquier cosa a que nació y/o vivió en alguna(s) de las islas griegas. Pero hay muchas más islas distópicas, apocalípticas, monstruosas y/o siniestras en la literatura universal. Bastarán unos pocos ejemplos: Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe, La isla misteriosa (1875) de Jules Verne, La invención de Morel (1940) de Adolfo Bioy Casares, El señor de las moscas (1954) de William Golding o, ya que mencioné a Julio Cortázar, su inquietante relato «La isla a mediodía» (1966), casualmente (?) parte del volumen Todos los fuegos el fuego.

También en la literatura española, y fuera del marco temporal de las vanguardias, encontramos La isla y los demonios (1952) de Carmen Laforet, sobre otra isla atlántica (Gran Canaria), y Primera memoria (1959) de Ana María Matute, sobre una de las Baleares. En ambos casos, las protagonistas adolescentes se sienten asfixiadas por el entorno familiar, pero las referencias a la insularidad son tantas que resulta claro que este hecho geográfico contribuye en gran medida a dicha sensación.

Podría contraargumentarse que en la literatura aparecen también islas en las que se ubican la utopía, la riqueza y/o la magia: la, por así decir, original, Utopía (1516) de Tomás Moro, La isla del tesoro (1883) de Robert Louis Stevenson o Peter Pan (1904) de James Barrie. Pero, aparte de que ninguna de ellas es del todo perfecta, la condición de posibilidad de sus características «positivas» es precisamente el estar apartadas (a-isla-das) del resto de la civilización; es decir, su incomunicación… y eso no puede ser positivo.


En mi opinión, la visión idílica de las islas, que todavía muchas personas tienen archivada en su imaginario, está mediatizada por la industria turística (la economía de la mayor parte de las islas de pequeño o mediano tamaño esparcidas a lo largo del mundo depende absolutamente del turismo) y el cine (¿cuántos telefilmes de sobremesa nos hemos tragado sobre paradisíacas islas caribeñas o polinesias?).

Afortunadamente, algo está cambiando en el audiovisual, donde empiezan a mostrarse las islas como lo que son: lugares asfixiantes y siniestros. Volviendo a Canarias, está La isla interior (2008), la última película (y sin duda la mejor) de Dunia Ayaso y Félix Sabroso, que, en una frase, yo resumiría así: «la isla como metáfora de la enfermedad mental, y viceversa«. De hecho, al visionarla tras mi estancia en la Isla vecina (en el visionado original, cuando aún vivía en Madrid e iba a la Isla sólo de visita, no la capté), me sobrecogió una secuencia en la que Coral y Martín, hija e hijo de una familia disfuncional marcada por la (presunta) esquizofrenia del padre, hablan sentad@s sobre la arena de la playa de Las Canteras… ¡de espaldas al mar! Esa secuencia demuestra claramente que lo que en el fondo les impide escapar de sus roles disfuncionales es el mar, tal como lo describiera muchos años antes el poeta tinerfeño Emeterio Gutiérrez Albelo:

Para salir de la mansión horrenda,

había, fatalmente, que cruzar

sobre una alfombra azul de ratas muertas.

Enigma del invitado (1936).

También en el audiovisual gallego comienzan a cobrar protagonismo las pequeñas islas que salpican la costa: las películas La isla de las mentiras (2020) de Paula ConsOns (2020) de Alfonso Zarauza, o la serie Néboa (también de 2020, obra de varios creadores y directores, todos hombres). Son islas muy distintas a las canarias (más asfixiantes por más pequeñas, pero, a la vez, menos, por su cercanía a Tierra Firme) y, sin embargo, la atmósfera opresiva es la misma. Y en Néboa llama poderosamente la atención que, cuando un habitante concita las antipatías del resto (merecidamente, todo hay que decirlo), se le insulta al grito de «¡Vete de la isla!», en lo que constituye una especie de destierro a la inversa. En cualquier pueblo pequeño, la reacción sería similar, pero, tratándose de Tierra Firme, bastaría con irse a otro pueblo cercano; en este caso, en cambio, es preciso abandonar el territorio mismo. 

Cierro este somero análisis invitando a quienes me lean a aportar sus propias experiencias y teorías sobre la vivencia y las representaciones artísticas de la insularidad.

Nota:

1 También ha calado muy hondo la idea de que «Ya semos europeos» (cita textual de Els Joglars de allá por los «felices años 90»), por lo que también se pasa por alto que las islas siguen siendo tratadas como colonias («europeas»… ejem, a dos mil kilómetros de las costas españolas).

Donde habitan los monstruos: «Amherst», de Lola Fernández de Sevilla

Hoy quiero hablarles de un libro precioso, Amherst: Una historia de madres e hijas, de Lola Fernández de Sevilla. Precioso como objeto físico ―por la impresión, la tipografía, las páginas de colores y los dibujos y manchas que lo decoran― y precioso por el contenido.

Para empezar, diré que es un libro inclasificable: un híbrido entre autoficción, novela autorreflexiva, dramaturgia, poesía y ensayo. Un libro que contiene dibujos artesanales, canciones y cuentos. Un libro casi enciclopédico, por la cantidad de temas y disciplinas que abarca (notas al pie incluidas): literatura, lingüística, filosofía, mitología, geografía, historia, antropología, zoología, bioquímica… Un libro que construye su propia genealogía femenina… Un libro, como lo define la prologuista, Silvia Nanclares, «arriesgado», algo no muy común en nuestro actual panorama literario. Y un libro que bucea (el agua, en todas sus formas ―el mar, las piscinas, las saunas, una riada, ¿el líquido amniótico?―, es un motivo recurrente) en los miedos, las lamentaciones y, sobre todo, las ambivalencias de la narradora-protagonista, llamada Luisa, las cuales intenta diagnosticar y exorcizar mediante la escritura: «La escritura es siempre el agujero, la madriguera que nos permite llegar más allá. Y después volver» (pág. 33).

Al ser un híbrido, no tiene un argumento propiamente dicho. No sigue las pautas de una novela, con su planteamiento-nudo-desenlace, sus puntos de giro y su clímax. La propia narradora se interroga a menudo sobre hacia dónde va, y se autorreprende por no tener un rumbo fijo:

[…] las fases, los tiempos de este viaje no están claros. ¿Se trata de una indagación autobiográfica? ¿De un ensayo? […] Y en este intento de dibujarme un mapa, yo nado a tientas, como un buzo en capas abisales: a menudo retrocedo, zigzagueo, doy vueltas, cuando creo que estoy avanzando.

Madrid: Las Hedonistas, 2021, pág. 65.

Aun así, hay dos hilos narrativos conductores: la ruptura de Luisa con una pareja a la que designa como «Él» y su relación con su madre (que se extiende, en diversos formatos, a otras madres y otras hijas). Aparte, hay varios «capítulos» (los nombro así a falta de un término mejor) con recuerdos de infancia, casi todos situados en el colegio. Luisa con cuatro, seis, once años… una niña solitaria y sedienta de saber que parece haberse creado desde entonces un muro defensivo mediante la teoría.

Empezaré con el primero, puesto que es el que explica el título: Amherst es la pequeña ciudad (cuna, por cierto, de Emily Dickinson, cuyo retrato adolescente ilustra la portada) a la que en algún momento pensó trasladarse con Él. «Íbamos a irnos a Amherst», se titula uno de los capítulos (págs. 49-51) y, hacia el final, la narradora le cuenta a una amiga que «Íbamos a habernos ido a Amherst» (pág. 173). Desde el enorme pudor con que la narradora cuenta su historia, podemos interpretar (pero en este libro toda interpretación se sustenta en arenas movedizas) que Amherst representó en algún momento un sueño (en el capítulo «En Amherst», enumera todo lo que «iba a hacer» allí, desde lo que en cierto modo constituye un estereotipo idealizado de la vida en una pequeña ciudad universitaria estadounidense)… Un sueño tal vez voluntarista, tal vez impuesto desde fuera, que ella rompe con un simple «Y dije no» (pág. 60). Sin embargo, más adelante insinúa que ése no fue el verdadero motivo de la no-ida a Amherst. En todo caso, como lectoras, no nos interesa el verdadero motivo: lo que nos seduce y conmueve es el cúmulo de ambivalencias que convergen en la palabra Amherst.

La relación con Él se cuenta desde el no-decir. El capítulo titulado «Decir: Él» es una página en blanco. Poco después, hay uno titulado «Él: Tentativa de aproximación», en el que presenta una enumeración caótica de Él ―gustos, detalles biográficos, vivencias compartidas― que, en mi opinión, dice más del personaje y de la relación que una descripción o recuento pormenorizado: al fin y al cabo, es así, a retazos aparentemente inconexos, como almacenamos las relaciones en la memoria. De todos modos, hay un esbozo del desarrollo de la relación, presentado de manera inversamente cronológica. La primera escena en la que aparece Él es un diálogo entre ÉL y «ELLA (o sea, YO)», que deducimos que es el último y reproduce una discusión sobre unas hamburguesas «demasiado hechas»… por ella. En un capítulo posterior, reelaborará este diálogo sobre la base del generolecto de mujeres y hombres, lo que, a su vez, desembocará en un coro de voces que gritan contra la opresión de las mujeres:

VOCES (o sea, ELLAS): Criticadas, ignoradas, corregidas y despreciadas. […]

VOCES (o sea, ELLAS): Cercadas, tocadas, abofeteadas, mordidas, violadas y finalmente desaparecidas. […]

(pág. 125)

Y es que, como confiesa la propia narradora, los temas que aborda sólo pueden tratarse desde «aproximaciones»: «CON TODO, LO QUE HAS HECHO NO SON SINO APROXIMACIONES. DE ESO VOY. DE INTENTOS DE. FORMAS DE ACERCARSE A. […] Teorías» (pág. 154). Ello es aplicable también a las relaciones madres-hijas. Que son, en el fondo, como ya nos sugiere el subtítulo, el tema de la obra, pues inciden también en el otro (el de la relación de Luisa con Él). Y es que es esa relación fundacional la que en gran medida nos marca la vida a las mujeres (pese a lo cual ha sido muy poco explorada en la literatura llamada «universal»; léase, «masculina»). Sus aproximaciones al tema son múltiples. La más «obvia» son las diversas conversaciones con su madre que se transcriben también en forma de diálogo entre «ELLA (o sea, YO)» y «ELLA (o sea, ELLA)». Su madre le insiste mucho a Luisa sobre su alimentación (¿por qué será que esto me suena?) y le pregunta una y otra vez, sin recibir respuesta, por Él. La ambivalencia que mencioné al principio preside la relación con su madre (¿como preside la de todas las hijas con todas las madres, y viceversa?) y se resume de diversas maneras. Una, en forma de poema:

Noche tras noche, en la oscuridad de mi cama, mi madre y yo somos dos monstruos que se ingieren mutuamente,

Sin reglas ni disculpas.

Es una ley tan antigua como el mundo, […]

la ingesta de las madres por las hijas

y de las hijas por las madres.

(pág. 39)

Otra, mediante una reelaboración del mito de Deméter y Perséfone: la madre acaparadora, que obliga a su hija a pasar seis meses al año a su lado, bajo la amenaza de provocar la aridez universal, «chantajeando a toda la humanidad» (pág. 88), y la hija, que come la granada del Hades con tal de escapar del control de la madre:

El matrimonio como secuestro

Como traición

Y como libertad autoelegida

La buena hija

y

La Señora Oscura

(pág. 94)

Aparte, hay un «Coro de madres», quienes se quejan de haber sido abandonadas (literalmente o no) por sus parejas para la crianza, un «Coro de hijas», que se autodefinen como «las rotas, las arrancadas, siempreheridas» (pág. 156), y una especie de danza entre una Mujer Joven y una Mujer Mayor, en la que a la segunda se le «agotan sus pilas» y queda «rota» (págs. 139-40), mientras que la primera continúa en pie.

El color gris de la portada resulta en principio engañoso, pues desentona de la explosión de color, literal y metafórica, del interior del libro. Sin embargo, puede tener varias explicaciones (también para la lectora todo son «aproximaciones» a la infinidad de capas que conforman el libro). Así, puede asociarse con la zona hadal que a la protagonista le gusta explorar. Describe y dibuja esta zona, la más profunda bajo el mar y a la que no llega la luz… la zona «donde habitan los monstruos» y donde, según confiesa, pasó su primer año de convivencia con Él. Esta zona monstruosa contrasta con la acogedora «soledad de las piscinas«, que ofrecen la libertad de la inmersión en un espacio acotado y, por tanto, sin riesgos. Por otra parte, la austeridad que transmite la portada, y que es también la que caracteriza la poesía de Emily Dickinson, encaja muy bien con la sobriedad, y sobre todo el pudor, con que la narradora nos relata sus vivencias, recuerdos y sentimientos. Como nos dice en la frase que cierra el libro:

Y es cuanto, desde aquí, puedo decir.

(pág. 181)

Que, en realidad, es mucho, muchísimo, y «desde aquí» (el mío) las invito a descubrirlo por sí mismas.

El «biacentismo»: ¿Una forma de bilingüismo o… simple complejo de inferioridad?

Esta entrada me la suscitó un artículo de Mar Abad, cuyas columnas lingüísticas en elDiario.es sigo con deleite, titulado «El ‘biacentismo’: tan culto como el bilingüismo», donde defiende, con el humor que le es característico, el hecho de que algunas personas cambien de acento «en función de lo que ven [¿no sería ‘oyen‘?] alrededor«.

Personalmente, confieso que nunca he entendido ese fenómeno. Yo llevo cuarenta y dos años fuera de Canarias (salvo una estancia de tres no hace tanto) y nunca he perdido mi acento. En ese tiempo he vivido en EEUU (donde me relacionaba con hispanohablantes de distintos países), Sevilla, Madrid y, ahora, Alicante. Es posible que mi entonación se haya «contaminado» algo, pero nunca se me ha ocurrido pronunciar el fonema /θ/ (pa’ que nos entendamos, la ce y la zeta al uso peninsular normativo) ni la ese intervocálica sibilante, ni he dejado de aspirar la ese al final de sílaba, ni he usado nunca el pronombre vosotr@s. Por lo demás, se me han podido «pegar» palabras o expresiones, algunas con su acento correspondiente, pero para momentos puntuales.

Tal vez se deba a que pertenezco a ese grupo que Abad describe jocosamente (jocosa, aunque también un tanto despectivamente) así:

Algunos [y algunas, añado yo] llevan su acento como una denominación de origen, un sello lacrado, una identidad. No cambian el tono ni a gorrazos.

elDiario.es, 13 de febrero de 2022

O, se me ocurre, pensando en mi madre gallega y mi padre cubano, que tal vez sea algo genético. Mi madre emigró de Galicia en 1954 y, hasta 2013, cuando falleció, vivió en Venezuela, EEUU (relacionándose con hispanohablantes de diversos países) y Canarias, y nunca perdió el acento gallego. Lo tenía más «suavizado» que quienes siempre han vivido en Galicia y se le habían pegado modismos cubanos (por mi padre), pero su habla seguía siendo reconociblemente gallega. Por su parte, mi padre emigró de Cuba en 1960 y hasta 2011, cuando falleció, vivió en EEUU y Canarias, y lo mismo: su acento seguía siendo reconociblemente cubano. ¿Me han legado un gen testarudo, entonces?

Existe también, sin embargo, el «grupo» al que pertenece Abad:

Hay quien cree que cambiar de acento es un acto voluntario, pero, en realidad, la mayoría de las veces es un instinto camaleónico. Ni siquiera te das cuenta cuándo hablas con un acento y cuándo hablas con otro.

Ibid.

De hecho, yo tengo un amigo así. Cuando está conmigo, habla con su acento latinoamericano nativo (no hace falta especificar cuál en concreto)… y no sólo conmigo, sino con quien esté alrededor. En cambio, si lo llaman por teléfono, automáticamente pasa a pronunciar la ce y la zeta, y a hablar en segunda persona del plural… con lo cual me parece ―y no exagero― una persona distinta.

Mar Abad compara el «biacentismo» con el bilingüismo y los cambios entre acentos con el code switching entre lenguas, pero para mí no tienen nada que ver. Las palabras expresan conceptos o emociones, y no siempre hay equivalencias exactas entre las lenguas. Por eso es común que las personas bilingües recurramos a «la otra» lengua para marcar el matiz exacto. (En algún futuro escribiré una entrada sobre las «carencias» que les encuentro, según el caso, al castellano y al inglés. Y, de hecho, aunque no me considero trilingüe [mi dominio del francés no es tan perfecto como desearía], a veces también recurro, al menos en mi cabeza, a palabras en francés, como, por ejemplo, cuando me siento bouleversée o estoy ante una vista époustouflante.) También es común que, en contextos bilingües (como EEUU), se hable automáticamente con distintas personas en una lengua o en la otra, incluso cuando conocen también las dos. A cambiar de acento, en cambio (valga la «rebuznancia»), sólo le veo sentido para reproducir interjecciones: si una dice «¡Híjole!», por fuerza tiene que ponerle acento mexicano 😜.


Copiada de @andalucistas

Mar Abad habla de «camaleonismo» automático. Y sin embargo… Sin embargo, me pregunto si, más que un automatismo que poseen ciertas personas (y no otras «testarudas» como yo), no se trata de un complejo de inferioridad interiorizado (no es mi intención criticar a la autora en lo personal). Ya antes mencioné a mi amigo latinoamericano que vive en Madrid desde hace muchos años. Y resulta que el acento original de Abad es el andaluz. Y, ¿casualmente?, amb@s lo mutan a lo que en Canarias llamamos acento godo. (Aclaro que el término god@, que es peyorativo en referencia a personas [peninsulares], no lo es en referencia al acento: es sólo un modo de designar las características propias del castellano que se habla, simplificando mucho, al norte de Despeñaperros.) También conozco casos de personas canarias que, aun habiendo nacido en las islas, adoptaron desde pequeñas el «godo». Sin embargo, no conozco a ninguna peninsular que haya adoptado el acento canario como propio.

Blog Siempre[en]medio, 14/12/2016

Y éste es, en mi opinión, el quid de la cuestión: el acento «godo» es en España el acento de prestigio, frente al andaluz, el canario y el «latinoamericano» (no es broma: he leído más de una vez, y más de dos, decir de alguien que tenía «acento latinoamericano», cuando existen al menos veinte acentos latinoamericanos distintos [al menos, porque no incluyo las variantes regionales al interior de cada país]). Porque éstos, pese a que engloban a más del noventa por ciento de la población hispanohablante, todavía se consideran «de segunda»: los dos primeros, porque se asocian a «incultura», y el/los tercero/s, más desprestigiado/s aún (salvo el porteño, que tiene un no-sé-qué de «sofisticación»), porque se asocia/n a las y los migrantes. De ahí las prisas por localizarnos siempre: «¿De dónde eres?», es la pregunta invariable que recibo cada vez que abro la boca en la Península. Y, según de quién provenga, percibo el suspiro de alivio: «Ah, bien, no eres sudaka» (de hecho, lo soy «a medias», por mi padre, pero mi acento no y es por eso por lo que preguntan). De alivio también para mí ―debo confesar― cuando vivía en Madrid y ello me abría la posibilidad de alquilar piso… cuando me creían, claro, que no siempre era el caso (de todas es sabido que el racismo está íntimamente asociado a la ignorancia). En Andalucía se están realizando campañas de autovaloración del propio acento, como muestra la imagen copiada arriba; en Canarias, todavía no, aunque la imagen de la derecha me parece muy sugerente.

🌐🌐 Lo dicho hasta aquí contribuye a explicar por qué en este país hay grandes actores y actrices (léase con ironía, plis) que se van a Hollywood e imitan cualquier acento «étnico» (así se designa en EEUU todo lo que no es WASP), y no sólo hispánico, que les echen y, sin embargo, no hay intérpretes que sepan imitar el andaluz o el canario. En el caso del andaluz, ello no supone un problema, porque hay suficientes intérpretes de origen andaluz que pueden encarnar a los personajes ídem. No así en el caso del canario: en la mayoría de las películas que se desarrollan en el archipiélago todo el mundo habla, inexplicablemente, «godo«. Un caso llamativo es la ―por demás excelente― película «La isla interior», de Dunia Ayaso y Félix Sabroso (que analizamos a fondo en mi ciclo de cine «Tres miradas femeninas sobre las relaciones padre-hija«), donde aparecen dos hermanas y un hermano que asumimos que se han criado en las islas, puesto que dos siguen viviendo allí, con o cerca de su madre francesa y su padre peninsular. Y, sin embargo, hablan godo. Y lo peor lo «justifican». Casi al principio, el hermano le dice al médico que atiende a su padre moribundo (cito de memoria): «Nosotros somos de la Península y nos vinimos a las Islas hace muchos años». Sólo faltó que dijese: «Y por eso hablamos godo». Una pena, porque es un trío fabuloso de intérpretes ―Candela Peña, Alberto San Juan y Cristina Marcos― y tal vez, con un poco de esfuerzo, habrían podido encajar mejor en el escenario de la peli. 🌐🌐


No he hablado de lo que sucede con el inglés en EEUU, y que posiblemente me daría para otra entrada, pero no hace sino confirmar lo que digo. También allí existen acentos más prestigiosos que otros y lo típico es que las personas anglohablantes sureñas mitiguen su acento en ambientes laborales de «prestigio» (aunque sigan viviendo en el sur) y que las afroamericanas y latinas (incluso, en el caso de estas últimas, las que no hablan castellano) eliminen los rasgos propios de su habla «étnica», es decir, se «blanqueen», para poder ascender en la escala social. E imagino que, cuando vuelven a sus entornos familiares, retoman el acento «reprimido».

(¿Continuará?)

Requisitos mínimos para ejercer (bien) el oficio de la traducción (I)

En una de mis últimas entradas, hablé de cómo el creciente uso de la traducción automática está dando lugar a una brutal explotación de quienes nos dedicamos al bello oficio de la traducción (humana) y, quizá por ello, encuentro que la calidad de las traducciones, incluso de libros publicados por editoriales prestigiosas, es cada vez más baja. Por supuesto, las bajas tarifas no son excusa para hacer un mal trabajo: hay una cosa que se llama prurito profesional y que consiste en hacer el trabajo lo mejor posible independientemente de otros factores. Lo que sí puede estar ocurriendo es que sólo personas sin conocimientos ni experiencia asuman esa explotación. Porque traducir es un oficio que requiere conocimientos y experiencia. Aquí van unos requisitos mínimos desde mi experiencia de más de veinte años como traductora profesional, de inglés a castellano y viceversa, en los ámbitos académico, literario y técnico.

🟣 Ser nativohablante de la lengua de destino (requisito necesario pero no suficiente)

Esto parece una obviedad, pero, lamentablemente, no siempre se cumple, ni siquiera, repito, en libros publicados por editoriales prestigiosas. No suelo investigar los orígenes lingüísticos de los y las traductoras de libros, pero hay errores tan flagrantes que sólo pueden deberse a falta de conocimiento de la lengua de destino. Dos que se me quedaron grabados hace ya varios años fueron: 1) Una pareja que «hizo trampa» (luego se explicaba que l@s dos tenían otra pareja): tuve que retraducir al inglés para entender que se refería a lo que vulgarmente se define como engañar a la pareja (to cheat, que en inglés significa también hacer trampas en el juego o copiar en los exámenes). Y (ésta merece figurar en cualquier antología del disparate) 2) «Subvestidos«, que también tuve que retraducir al inglés, para comprender que se refería a ropa interior, underwear en inglés. Sólo alguien con nulo conocimiento del castellano (o, más probablemente, una máquina traductriz) podría perpetrar tamaña barbaridad, ya que, si bien los nombres de las prendas varían en ambas lenguas según los dialectos, tanto underwear como ropa interior son de uso universal entre anglohablantes e hispanohablantes, respectivamente.

🌐🌐 Cuando hago críticas de este tipo no suelo mencionar los libros ni a quienes los tradujeron, porque me consta por experiencia que entre la traducción y la publicación pueden introducirse errores, ya sea en el proceso de corrección por parte de la editorial, ya sea en el de maquetación. Ahora bien, en el caso de subvestidos me cuesta creer que una correctora hispanohablante haya podido hacer ese cambio. De hecho, me cuesta creer que el texto haya pasado por una corrección y, si lo hizo, que la persona a cargo no se sorprendiese ante tamaño despropósito y lo corrigiese tras confirmar el error (yo misma busqué la versión original para asegurarme de que no se trataba de algún «brillante» neologismo… porque me resultaba inconcebible como error). 🌐🌐

🟣 Ser bilingüe

Como ya señalé, ser nativohablante de la lengua de destino es requisito necesario, pero ello no garantiza una buena traducción si no se domina también la lengua de origen. Hay que dominar también todo el vocabulario y los matices de ésta, las frases hechas, incluso los posibles fallos sintácticos del original. Cuando no es así, surgen tergiversaciones (algunas que pueden incluso transmitir el sentido opuesto), traducciones literales «espesas», etc. Teóricamente, si se domina la lengua de destino, estas últimas tendrían que «chirriarle» a el o la traductora lo suficiente como para intentar aclarar el significado de origen… pero para ello es preciso, no sólo ser nativohablante, sino también dominar el oficio de la escritura (otro «oficio» cuyas herramientas, a juzgar por lo que leemos en ciertos libros y en la prensa, parecen estar cada vez más oxidadas en nuestro entorno) en esa lengua y tener cierta experiencia traduciendo.

La mayoría de los ejemplos que me vienen a la cabeza son de traducciones no profesionales que corrijo y, por tanto, «confidenciales», por lo que voy a dar sólo uno que resulta lo bastante vago: donde en castellano una autora decía que estaba preocupada por algo, pero que finalmente «me fue de cine» (es decir, que le fue muy bien), la traductora puso «I went to the cinema» («me fui al cine«), con lo cual, si bien la frase resultaba sintácticamente correcta, no encajaba con el contexto.

Y, volviendo a las (no) correcciones, recientemente vi, estupefacta, cómo en una serie traducían el phrasal verb (expresión que no tiene traducción exacta al castellano y que designa los verbos compuestos por el verbo mismo más otra partícula que le cambia el significado) double up, en referencia a dónde se habían alojado unos chicos concretos («They sometimes double up«), como duplicarse, con lo que les quedó la llamativa frase: «Los chicos a veces se duplican«, en lugar de «comparten habitación«. Repito lo de más arriba: ¿a nadie le chocó que estos chicos se duplicasen… como las amebas? Pues parece ser que no.

Luego hay errores que se repiten. Uno que veo continuamente en el audiovisual y que denota la falta de dominio del inglés es la expresión «to get a girl into trouble«, que eufemísticamente significaba (por suerte, ha caído en desuso) «dejar a una chica embarazada«. Sin embargo, hace poco la he visto traducida ―en una película y en una serie, y más de una vez en cada una― como «meter a una chica en problemas«. Y, aparte de que la expresión suena «rara» en castellano (lo que en inglés se describe como awkward y que tampoco tiene traducción exacta), no transmite el sentido con precisión: es cierto que en la época en la que transcurren las dos obras (años 60 del siglo pasado) era un auténtico problema que una mujer soltera se quedase embarazada, pero no era el único tipo de problemas que le podía causar un hombre: también, podía, por ejemplo, convertirla en drogadicta o hacerla cómplice de un delito. Otra explicación para este error sería que el o la traductora sea nativohablante, pero joven, y, por tanto, desconozca este antiguo significado. Pero aquí entra otro requisito implícito para ejercer bien el oficio: ser una persona culta y leída.

🟣 Dominar la disciplina de que se trate

Este aspecto, que es absolutamente fundamental, requiere cierto desarrollo, porque los distintos tipos de traducciones tienen niveles distintos de dificultad y, por consiguiente, imponen distintos tipos de requisitos, así que lo dejaré para una entrada futura.

🟣 Ser una persona meticulosa

A fin de cuentas, resulta de poca utilidad ser bilingüe, escribir bien en la lengua de destino y dominar la disciplina correspondiente si no se trabaja con meticulosidad. Esto, que es importante para cualquier trabajo, lo es todavía más en la traducción. Es imprescindible traducir todo el texto (no omitir ninguna palabra) y sólo el texto (no añadir otras). De hecho, en una época me contrataron para evaluar traducciones de prueba de una agencia y uno de los parámetros era precisamente ése: si las y los aspirantes omitían o añadían texto. Esto no significa, por supuesto, que haya que traducir literalmente, palabra por palabra: puede ser necesario, bien omitir alguna porque en la lengua de destino resulta redundante, bien añadir alguna para completar el sentido.

A lo que me refiero es a tragarse o añadir, por ejemplo, «modificadores«, sobre todo adjetivos y adverbios. No es lo mismo decir, en el idioma que sea, dos minutos que unos dos minutos: en el primer caso, es una medida exacta de tiempo; en el segundo, no. Y en ciertos textos ese matiz puede ser esencial (ciencia, gastronomía, etc.). E incluso cuando lo es menos, como en una novela, está claro que se cambia el significado. No es lo mismo que un personaje diga «Llevo veinte años viviendo aquí» que unos veinte años, casi veinte años o más de veinte años, y no tanto por la importancia que esa información pueda tener, sino por lo que nos transmite acerca del personaje. Del mismo modo, si en el original se incluyen cuatro adjetivos calificativos, hay que traducir los cuatro, y no tres o cinco (salvo en el raro caso en que dos de ellos se traduzcan exactamente igual, por aquello de que no siempre existe una correspondencia unívoca entre conceptos y palabras en distintos idiomas).

🟣 Tener experiencia

En esto la traducción no difiere de cualquier otro oficio y creo, por tanto, que sobran más explicaciones. Sólo diré que lo más importante que se aprende con el tiempo es a caminar la delgada línea que combina fidelidad sin literalidad, aunque el alcance de la «fidelidad» varíe dependiendo del tipo de traducción, el tema de mi próxima entrada.

(Continuará…)

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Me complace anunciar que en la próxima sesión del curso onlineMujeres de Libros II” analizaremos La función Delta (1981) de Rosa Montero, una excelente novela que combina el análisis de la situación de las mujeres en el primer posfranquismo con la desoladora visión de un futuro mundo distópico.

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